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El tren

La chica lee extasiada en tanto que observo, a través del cristal, el paisaje siempre cambiante que, a modo de calidoscopio, se sucede sin solución de continuidad. ¿Cómo puede permanecer indiferente – me pregunto – ante la avalancha de colores: verdes, azules, ocres, amarillos…? Irá a su trabajo, pienso, o quizá le espera su novio, o sus padres, o su hermano quizá. Y yo sigo preguntándome, un punto intrigado, por qué no levanta la mirada, siquiera sea un instante, para contemplar la maravilla que la Naturaleza nos ofrece. Por un momento tengo la tentación de interrumpirla y recomendarle encarecidamente el gratuito espectáculo que se está perdiendo. Pero me contengo y casi me olvido de la chica, ella a lo suyo, qué se le va a hacer, y yo absorto en la riquísima paleta de colores que ningún pintor pudo soñar. Y sigo ensimismado mirando el paisaje, siempre igual y siempre distinto. Y por un momento la observo de nuevo con curiosidad temiendo que se va a perder irremediablemente el prodigio de cada día. El tren al fin va refrenando poco a poco la marcha hasta detenerse. Hemos llegado al destino, y entonces sí, la chica por fin cierra el libro y yo alcanzo a leer: “La Odisea”. Ahora sí. Ahora entiendo el enorme interés de la muchacha por Homero y el absoluto desprecio – a mí me lo parece al menos – por lo que, seguramente, ya ha visto muchas veces. ¡Qué confundida está pero qué razón tiene!

1 comentario:

Anónimo dijo...

!que suerte tienes! los trenes que yo cojo siempre tienen cristal de espejo y el paisaje es forzosamente interior o voyeurista, A veces pego las manos a la ventana para poder ver y he comprobado que tal como todo, a veces la naturaleza es "la odisea" y otras un "panfletillo" infumable...se ve que tiene sus días. Me gustó tu relato.