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Como

Se lo habían advertido mil veces: «déjate ya de comos que un día de éstos nos vas a dar un disgusto». Pero era más fuerte que él: amaba las metáforas. Podría haberse pasado la vida diciendo sólo metáforas: como una nevera abierta en la cocina a oscuras, para referirse a unos ojos, como una noche sin grillo para significar el silencio, como un grillo sin noche para la soledad. Si de él dependiera, se alimentaría exclusivamente de metáforas, como la luz de aire. Pero, como las rejas al preso, su estómago se encargaba de recordarle la realidad.
Los vecinos lo veían caminar por las calles, obnubilado, tratando de ensartar la esencia de las cosas por medio de metáforas, como las cuentas de un collar. «Tanto como no lleva a ningún sitio -le decían-, mira que tu pobre madre ya tiene bastantes pesares y el día menos pensado vamos a tener que darle una mala noticia». Pero él ya andaba descubriendo que hay metáforas encubiertas, como el lenguaje, y que las metáforas más bellas expresan todo el orbe de lo posible, como la luna. También supo una tarde, observando a una pareja muy acaramelada, que hay metáforas invertidas, como besar unos labios para hablar de amor.
A la postre se confirmaron las previsiones más pesimistas. Hallaron su cuerpo exánime en la playa, sobre su último descubrimiento, la antimetáfora. Con gran celo caligráfico había escrito en la arena: como morir.

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