María

Victor y adredista 0
Cuando María se fue a Huelva me quedé más triste que la sombra de un galgo. Me enamoré de ella porque era guapa como la oropéndola, más delicada que los corderos.
Yo salía a la avenida para encontrarme con María. Ella siempre paseaba sola, no le gustaban las broncas de los colegas y se pasaba la tarde huyendo de ellos. Cuando me descubría en el paseo, se me acercaba y comenzaba a empujar mi silla. Antes se había agachado para darme un beso de saludo. Lo que me enamoró de ella fueron sus ojos negros y grandes como dos abismos. Me mataban sus ojos.
Llegó el verano y María continuaba paseando sola, se cubría las tetas con una camiseta minúscula y cuando se inclinaba para besarme su revelación me asombraba. Yo les veía las tetas a todas las amigas de mi hermana Macarena, pero las de María eran algo especial, grandes, morenas, altas como pollos en el horno y oliendo a agua de rosas, un perfume que había comprado, me dijo, en un viaje a Florencia, en la botica de Santa María Novella. Nadie huele a rosas con más exactitud que María en Algüera.
Cuando una tarde, empujando mi silla hacia la línea del horizonte –con ella de guía siempre me parecía estar explorando el mundo, lo mismo daba pasear por la avenida que por el camino al cementerio– María me dijo que se había echado novio, se me cayeron dos lágrimas, sólo dos. Ella no las vio y yo pude al fin disimular.
Al día siguiente me presentó al novio. Se llama Juan y es tan bueno que no le puedo odiar, aunque era lo único que se me ocurría en aquel instante.
Cuando al fin María dejó Algüera y se fue con Juan a Huelva, entonces sí que me harté de derramar lágrimas. Lloraba a escondidas porque no podía decirle a mi hermana que estaba enamorado de su amiga, se hubiera reído de mí.
Ahora, cuando a veces nos vemos María y yo en el pueblo, ya no me hace llorar, pero cuando desaparece de nuevo, yo vuelvo a quedarme tan solo como la primera vez.

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