Retoño
Cenan, están cenando ahora; con desilusión hunden molares en bolos que se deshilachan a cada movimiento de mandíbula. Clarisa no quiere estar con Fausto esta noche, tampoco quiere darle la noticia, comienza, gracias a dios, a entender que esos quinientos pesos que ahorran todos los meses son el sustento de su felicidad, la correa que todas las noches los arrima a la mesa, el veneno que les espesa la digestión.
Tendrían que mirarse a los ojos, verse algo en los ojos, aunque sea los ojos.
Tendrían que sentirse a gusto, tendrían que sentirlo ahora; estar dispuestos a disfrutar de la felicidad que les toca, quinientos pesos que al cabo de un año serán seis mil; la dicha, el encanto de un silencio cortado a cuchillo. Clarisa se sienta frente a Fausto, con la cabeza sobre la mano y el codo sobre la mesa, quiere transformar el pollo en sopa para revolver y entretener los ojos cansados.
Están cenando ahora. Tiene una noticia que darle.
Tendrían que estrechar las manos, ahora, sobre la mesa, hacerlo ahora, y olvidar la cena, el pollo; afianzar u oficializar el fracaso para sentirse menos heridos y fortalecer el orgullo de haber podido contra todos sus sueños; pero ahora están aquí, donde pueden estar, odiándose con una calma sincera, intentando sostener, tácita, por última vez y para siempre, la idea de tener un hijo y que Clarisa de una vez le comunique a Fausto su embarazo. Tal vez necesiten una excusa, un niño que se parezca al dolor de verse la cara todos los días.
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