DUELO
José
Luis
Hoy
mi corazón llora. Se ha ido para siempre mi hermano Julio después
de mucho tiempo luchando contra una enfermedad muy penosa.
Mi
hermano Julio era el segundo, y yo el tercero, de cuatro. Nunca Julio
y yo hemos tenido mucha relación. Él decía que no me atendía, se
escaqueaba de asistirme diciendo que no soportaba los malos olores.
Me tuvieron que lavar desde niño mi madre y mi hermano Antonio.
Julio
siempre quiso estudiar, como yo, pero mi padre lo sacó del instituto
para que lo ayudase en la tienda de perfumería que teníamos en San
Blas.
Con
mi padre fue como aprendió el oficio de tendero, que es lo que ha
hecho siempre. Aunque cambiando de ramo, eso sí.
Pero
la vida le ha dado muchos palos a Julio. Yo diría que era un buen
tío mi hermano, porque siempre fueron los socios los que le
engañaban a él.
Durante
mucho tiempo ha llevado negocios de bares y pafetos, pero todos le
han salido mal. Ahora tenía una tienda de toldero, ponía persianas
y toldos en Granada y no le iba nada mal.
Estaba
casado y tenía tres hijos. Yo les he visto poco. La mayor se llama
María.
Hoy
me siento fatal, porque he vivido engañado, no sabía de la gravedad
de su enfermedad y no me ha llevado nadie a verlo.
Se
ha ido demasiado pronto.
Siempre
te recordaré, hermano.
TETE EN ACCIÓN
Víctor
Tete
se hizo amigo mío en la escuela, durante el único curso que fui al
cole en Algüera. Yo tenía quince años y Tete doce, y ya fumaba. En
el recreo jugábamos al fútbol, yo le daba al balón con la muleta y
Tete se peleaba con los que me ponían zancadillas, que era muy fácil
y los hay muy listos.
Siempre
ganábamos, los dos jugábamos de defensas, pero teníamos un
delantero en nuestro equipo que era tan bueno o más que Figo, nadie
le podía parar. Se llamaba Manolo y ha terminado por casarse con la
hermana de Tete.
Pasó
el tiempo y Tete dejó el fútbol, pero no el tabaco. Me he acordado
de él porque me lo acabo de encontrar y estaba un poco pedo. El caso
es que en este tiempo, desde el cole, también le cogió afición al
vino, un poquito antes de comer, un poquito después, un poquito para
matar la sed del camino o refrescarse y otro poquito para entrar en
calor.
Para
combatir las resacas se aficionó a los porros, pero no le hacían
reír, sino llorar.
Cuando
salía a recoger aceitunas al campo, no podía resistir el frío sin
beber y no podía resistir el calor sin un porro, con lo cual ninguna
cuadrilla quería trabajar con él. Y lo mismo ocurría en la
vendimia o, en verano, recogiendo los tomates.
Tete
se ha ido acostumbrando a vivir a cuenta de la familia y de los
psiquiatras de la Seguridad Social. De la última que me enteré fue
este verano, que se emparanoyó y quería quemarle el coche al
hermano y al cuñado, al Manolo, su amigo de toda la vida, porque no
le abrían la puerta de casa a las cuatro de la mañana. O sea, que
ya están de Tete un poco saturados todos. Por fin salió de casa esa
noche Manolo, otra vez, para calmarle un poco al Tete.
Manolo
todavía juega al fútbol y a veces consigue que Tete le acompañe y
se eche unas carreras. Pero lo que no consigue es hacerle reír como
cuando éramos jóvenes y jugábamos los tres en el recreo.
Es
lo que tiene la vida, que si no bebes, te mata la sed, y si bebes, te
arruinas.
¡¡¡MECAGÜENTAL!!!
MaryMar
Me
llamó la atención el cuadro que me ofrecía la mañana: un anciano
se apoyaba en su cachaba para caminar y cubría su cabeza con una
boina sin capar, o sea, con el rabiche tieso. Y a su lado trotaba un
chucho más antiguo que el amo y mucho más feo. Los vi de lejos. Yo
circulaba con mi silla por la acera del sol, camino de la piscina de
El Carracal, por la Avda. de Alemania, y los dos venían hacia mí.
Cuando
por fin llegué a su altura no pude menos que saludar.
–Buenos
días, buen hombre –dije yo, dirigiéndome al viejo, y se me
ocurrió añadir, después de intentar acariciar al perro, que no se
dejó, huyendo al lado contrario de mi silla– Este perro es muy
asustadizo, ¿no lo pegará usted?
¡Pues
para que quieres más!
–¡Cagüental!
–me contestó el viejo, golpeando no pocas veces con su cachaba
sobre la acera– La primera persona que me saluda en este pueblo y
me quiere enseñar a criar perros. ¡Cagüental! No voy a
acostumbrarme nunca a la capital. En mi pueblo todos los paisanos me
conocen y me saludan todos. Y no me insultan, desconfiando de mí. –y
añadió, buscando con la cachaba al chucho, que continuaba lejos de
mi alcance– Sultán, báilale un pasodoble, a esta señora tan
metomentodo.
Y
el perro se vino hacia mí, se puso de pié sobre sus dos patas
traseras, me ofreció su mano derecha y comenzó a girar sobre sí
mismo agarrado a mi mano: parecía una de esas bailarinas sobre hielo
que no se cansan nunca de dar vueltas.
Yo
me reía con ganas. Este perro era un verdadero cachondo, pero estaba
claro que se sentía fuera de lugar, como el viejo, eso era lo que yo
había confundido con miedo.
–Perdone,
señor, si le molestaron mis palabras. Sólo pretendía ser amable.
–¡Mecagüental!
Mi perro y yo te estamos muy agradecidos. Eres la primera y única
persona que nos ha visto en esta calle, ¡cagüental! Y eso que
caminamos como siempre, con la cacha y por el sol. ¡Cagüental! No
nos vamos a acostumbrar nunca al extranjero.
Y
los dos continuaron su paseo y yo continué rodando hasta la piscina.
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