Sentada del 14 de marzo de 2013


DUELO
José Luis
Hoy mi corazón llora. Se ha ido para siempre mi hermano Julio después de mucho tiempo luchando contra una enfermedad muy penosa.
Mi hermano Julio era el segundo, y yo el tercero, de cuatro. Nunca Julio y yo hemos tenido mucha relación. Él decía que no me atendía, se escaqueaba de asistirme diciendo que no soportaba los malos olores. Me tuvieron que lavar desde niño mi madre y mi hermano Antonio.
Julio siempre quiso estudiar, como yo, pero mi padre lo sacó del instituto para que lo ayudase en la tienda de perfumería que teníamos en San Blas.
Con mi padre fue como aprendió el oficio de tendero, que es lo que ha hecho siempre. Aunque cambiando de ramo, eso sí.
Pero la vida le ha dado muchos palos a Julio. Yo diría que era un buen tío mi hermano, porque siempre fueron los socios los que le engañaban a él.
Durante mucho tiempo ha llevado negocios de bares y pafetos, pero todos le han salido mal. Ahora tenía una tienda de toldero, ponía persianas y toldos en Granada y no le iba nada mal.
Estaba casado y tenía tres hijos. Yo les he visto poco. La mayor se llama María.
Hoy me siento fatal, porque he vivido engañado, no sabía de la gravedad de su enfermedad y no me ha llevado nadie a verlo.
Se ha ido demasiado pronto.
Siempre te recordaré, hermano.

TETE EN ACCIÓN
Víctor
Tete se hizo amigo mío en la escuela, durante el único curso que fui al cole en Algüera. Yo tenía quince años y Tete doce, y ya fumaba. En el recreo jugábamos al fútbol, yo le daba al balón con la muleta y Tete se peleaba con los que me ponían zancadillas, que era muy fácil y los hay muy listos.
Siempre ganábamos, los dos jugábamos de defensas, pero teníamos un delantero en nuestro equipo que era tan bueno o más que Figo, nadie le podía parar. Se llamaba Manolo y ha terminado por casarse con la hermana de Tete.
Pasó el tiempo y Tete dejó el fútbol, pero no el tabaco. Me he acordado de él porque me lo acabo de encontrar y estaba un poco pedo. El caso es que en este tiempo, desde el cole, también le cogió afición al vino, un poquito antes de comer, un poquito después, un poquito para matar la sed del camino o refrescarse y otro poquito para entrar en calor.
Para combatir las resacas se aficionó a los porros, pero no le hacían reír, sino llorar.
Cuando salía a recoger aceitunas al campo, no podía resistir el frío sin beber y no podía resistir el calor sin un porro, con lo cual ninguna cuadrilla quería trabajar con él. Y lo mismo ocurría en la vendimia o, en verano, recogiendo los tomates.
Tete se ha ido acostumbrando a vivir a cuenta de la familia y de los psiquiatras de la Seguridad Social. De la última que me enteré fue este verano, que se emparanoyó y quería quemarle el coche al hermano y al cuñado, al Manolo, su amigo de toda la vida, porque no le abrían la puerta de casa a las cuatro de la mañana. O sea, que ya están de Tete un poco saturados todos. Por fin salió de casa esa noche Manolo, otra vez, para calmarle un poco al Tete.
Manolo todavía juega al fútbol y a veces consigue que Tete le acompañe y se eche unas carreras. Pero lo que no consigue es hacerle reír como cuando éramos jóvenes y jugábamos los tres en el recreo.
Es lo que tiene la vida, que si no bebes, te mata la sed, y si bebes, te arruinas.

¡¡¡MECAGÜENTAL!!!
MaryMar
Me llamó la atención el cuadro que me ofrecía la mañana: un anciano se apoyaba en su cachaba para caminar y cubría su cabeza con una boina sin capar, o sea, con el rabiche tieso. Y a su lado trotaba un chucho más antiguo que el amo y mucho más feo. Los vi de lejos. Yo circulaba con mi silla por la acera del sol, camino de la piscina de El Carracal, por la Avda. de Alemania, y los dos venían hacia mí.
Cuando por fin llegué a su altura no pude menos que saludar.
Buenos días, buen hombre –dije yo, dirigiéndome al viejo, y se me ocurrió añadir, después de intentar acariciar al perro, que no se dejó, huyendo al lado contrario de mi silla– Este perro es muy asustadizo, ¿no lo pegará usted?
¡Pues para que quieres más!
¡Cagüental! –me contestó el viejo, golpeando no pocas veces con su cachaba sobre la acera– La primera persona que me saluda en este pueblo y me quiere enseñar a criar perros. ¡Cagüental! No voy a acostumbrarme nunca a la capital. En mi pueblo todos los paisanos me conocen y me saludan todos. Y no me insultan, desconfiando de mí. –y añadió, buscando con la cachaba al chucho, que continuaba lejos de mi alcance– Sultán, báilale un pasodoble, a esta señora tan metomentodo.
Y el perro se vino hacia mí, se puso de pié sobre sus dos patas traseras, me ofreció su mano derecha y comenzó a girar sobre sí mismo agarrado a mi mano: parecía una de esas bailarinas sobre hielo que no se cansan nunca de dar vueltas.
Yo me reía con ganas. Este perro era un verdadero cachondo, pero estaba claro que se sentía fuera de lugar, como el viejo, eso era lo que yo había confundido con miedo.
Perdone, señor, si le molestaron mis palabras. Sólo pretendía ser amable.
¡Mecagüental! Mi perro y yo te estamos muy agradecidos. Eres la primera y única persona que nos ha visto en esta calle, ¡cagüental! Y eso que caminamos como siempre, con la cacha y por el sol. ¡Cagüental! No nos vamos a acostumbrar nunca al extranjero.
Y los dos continuaron su paseo y yo continué rodando hasta la piscina.

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