ROBANDO
TIEMPO A LA VIDA
Sebas
Robando
tiempo a la vida
fueron
pasando los años.
La
parca siempre se acerca
cuando
menos lo esperamos.
Al
llegar este momento
que
me lleven a mi pueblo,
al
pequeño camposanto,
somos
de donde nacemos.
Frondosas
acacias blancas
me
darán sombra en verano
en
mi descanso eterno
junto
a mis antepasados.
Son
ilusiones en vida,
que
luego nunca sabremos
dónde
irá a parar el alma,
qué
pasará con mi cuerpo.
INFANCIA APURADA
César
Su
infancia no fue nada fácil en este valle de lágrimas. Y digo valle
sin mucho fundamento, pues don Eduardo nació y se crió en Madrid,
que es más un pueblo de meseta que de ribera, aunque el Manzanares
lo intentó en algún momento, quizá en la era de los dinosaurios,
pero de cuya circunstancia ya no se guarda ni memoria.
Sin
embargo, lo que se dice llorar, ya le tocó lo suyo al pobre crío
Eduardito, Eduar para su madre, pues era el hijo único de un hombre
bueno, chatarrero en Orcasitas, que malvivía con su familia de la
rebusca en la basura de todo tipo de trapo o metal.
–Eduar,
hijo, no tengas prisa por dejar la escuela, que en la escuela está
el futuro de los pobres.
Éstas
son las palabras que mejor recuerda el joven don Eduardo de su madre.
Al volver a su despacho, unos días después del funeral de ella, las
escribió en un postit y las pegó en el corcho.
Y
ahí siguen hoy, a la vuelta del funeral del padre. “¿Qué decía
mi padre?” se pregunta al entrar en su despacho ahora y reparar de
nuevo en ellas.
Han
muerto sus progenitores con un año de diferencia, el padre apenas
con unos pocos meses disfrutando de la pensión de jubilado. Menos
mal que don Eduardo les había retirado de las basuras hacía unos
años. La orfandad es lo que tiene, que te hace recordar de dónde
vienes.
“¿Qué
me decía mi padre?” No recuerda ni una sola frase dicha por él
digna de colgarse en el corcho, que es como decir en su corazón. Y
por fin repara en que su padre fue un hombre sin voz. Nunca salió
del cerco de sus dientes ni una palabra que no fuera imprescindible:
“A treinta el kilo”, si era para vender, “A tres el kilo”, si
era para comprar, “Agua, María”, si tenía sed, “La comida”,
si tenía hambre, “Ayuda a tu madre”, si se despedía del hijo.
Por más que intenta recordar, don Eduardo no encuentra otras
palabras para poner en su boca.
El
día en que Edu decidió salir a la chatarra, ni siquiera se había
molestado en decírselo a él. Directamente, se lo comunicó a la
señora María:
–Mañana
salgo con mi padre a la chatarra.
–Hijo,
mucha prisa tienes por dejar la escuela.
–Madre,
comer es lo primero, y a padre no le sobran fuerzas, el sector se ha
complicado mucho, hay mucho intrusismo en las basuras.
–Como
mejor nos ayudarás es estudiando, que en la escuela está el futuro
de los pobres.
–No
soy tonto, lo tengo todo pensado. Estudiaré por la noche y trabajaré
por el día.
–Yo
te ayudaré, hijo.
El
padre no opinó y a la mañana siguiente ya tenía compañero de
trabajo. Edu cumplía esos días los doce años de una infancia muy
apurada. Pero el orgullo de trabajar con un hijo tan listo hizo que
el padre espabilase y que su negocio mejorase por momentos.
En
seis años de mucho esfuerzo y fatigas el señor Antonio había
conseguido hacerse con un solar en la vereda de la carretera de
Toledo donde amontonar desguaces. Con las ideas que aportaba su hijo,
estaba cambiando la orientación de su negocio. Ahora no solo vendía
chatarra, sino que aprovechaba las piezas en buen estado de los
coches para hacerse un mercado.
Y
entre tanto, Edu había seguido estudiando y este verano preparaba su
ingreso en la Universidad. Por supuesto que no quería ser ingeniero.
Quería hacerse Economista para seguir ayudando a la familia.
Otros
cinco años de combinar estudios y trabajo en el desguace, que se
había hecho también un mecánico de excepción, y Eduar se licenció
y asesoró a su anciano padre en la venta del solar y su negocio al
monopolio de los desguaces, los vecinos de Desguaces La Torre, que
estaban unos kilómetros más cerca de Madrid y habían prosperado de
forma desmedida.
En
Desguaces La Torre estaba el futuro del sector y Eduar se aseguró un
despacho en la empresa.
Y
aquí está don Eduardo repasando su infancia, al día siguiente del
funeral del señor Antonio. “No lo he tenido fácil, pero no
cambiaría mi vida y a mi familia por nada”, se dijo. Y escribió
en un postit y lo pegó en el corcho de su despacho: “Estoy
orgulloso de mi padre”.
CHILLÓN,
Y MUCHO
MaryMar
Gabriel
chilla mucho y nos asusta a las chicas, es un asocial del todo. Él
dice que yo soy guapa, pero él es un estúpido por chillar, pues nos
molesta mucho a todos con sus voces sin razón. Y molesta
especialmente a Carmen, que no se lo merece y la tiene más cerca.
Pero sobre todo me molesta a mí con sus gritos descontrolados y
extemporáneos. Aquí vengo a hablar y no tengo por qué callarme, lo
mismo da que lo diga él o el otro. Y además hoy tengo ganas de
poner a caldo a algunos, sobre todo a Gabriel, porque yo digo siempre
lo que siento, guste o no, y sus gritos los siento tanto que me
rompen los tímpanos. Tiene mucho genio este chico en primavera, pero
yo tengo más, aunque procuro hablar bajo para no molestar. ¡Que
aprenda él también a hacerlo!
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