Sentada del 26 de diciembre de 2013


ODIOS Y ODIOS
Laura
Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que mi inseparable Marisa y yo fuimos de excursión por la sierra de Gredos. Por entonces lo hacíamos con frecuencia y allí conocimos al señor Pablo.
El señor Pablo tenía más de 70 años, una familia sencilla, pero muy feliz en medio de la pobreza, y un huerto pequeño que heredó de sus padres. Su mujer presumía de no tener que ir a la tienda a lo largo del año para comprar alimentos: menos el pan, la sal y pocas cosas más. Era un pequeño terreno muy fértil, menos en el crudo invierno, que se helaba. Y el señor Pablo disfrutaba con las tareas propias del hortelano que era.
Un día, era a finales del verano e iba tan feliz como siempre, se acercó al huerto a recoger unos tomates, que ya estaban coloraditos. Cuando llegaba al huerto se encontró con unos obreros desconocidos que marcaban el suelo con señales de obra en la curva del camino que rodeaba su finca.
Preguntó a aquella gente qué era lo que pasaba y ellos le contestaron que estaban marcando la nueva carretera y que se iban a llevar por delante gran parte del huerto.
El señor Pablo sufre un gran disgusto:
–¿Pero cómo es posible que me quiten a mí lo único que heredé de mis padres? –pregunta.
–Nosotros sólo somos obreros que hacen lo que les mandan. Usted vaya a protestar a la Administración.
–¿Y dónde reside esa señora que va a hacerme la puñeta?
–En Ávila –le contestaron los obreros casi riéndose de él– Vaya Vd. a reclamar allí.
Y mientras los obreros vuelven a su tarea, al señor Pablo le va creciendo su gran enfado. Recoge los tomates con los nervios de punta y después, en su casa, comienza a reconcomerle el odio a la Administración, a todos sus empleados y a la madre de los que hacen las carreteras sin respetar las propiedades de las gentes sencillas.
Todo esto me lo ha contado Marisa unos años más tarde, tampoco hace tanto. Y Marisa me ha confirmado que el Sr. Pablo se quedó sin huerto, que le pagaron muy poco y que siempre repite el mismo estribillo:
–Aunque me hubieran hecho rico, hoy seguiría odiando a todas las Administraciones. Cuantimás, siendo pobre como soy.

EL TIEMPO PRESENTE
Conchi
Ese día vimos a un chico y una chica en el parque, haciendo el amor, y le dije a mi amiga: “¡Joder, qué envidia, cómo se lo están pasando! ¡Echando un polvete en el banco!”. Y dijo mi amiga Encarna: “¡Qué dientes se me ponen! No me caben en la boca. ¡Ojalá fuéramos ellos y pudiéramos hacer lo mismo!”.
Eran las dos de la tarde en el parque, después de comer en la residencia, y ellos dos haciendo el amor. Pero cuando nos vieron se cortaron un poco y nos dio pena. Nosotras seguimos p’alante y ellos se quedaron allí, en el banco, como dos tortolitos, sorprendidos de estar tan enamorados.
Cómo se nota que ya llega la primavera. Yo, cuando tenía 10 años, me enamoré de un chico con los ojos azules, fue mi primer amor. Era alto y rubio, su mirada me impactó y el corazón me iba a cien por hora. Aunque no he vuelto a saber nada de él, todavía sigo enamorada. Se fue a México a trabajar y ahora debe de tener unos 50 años. Me gustaría saber dónde está. Pero, en fin, la vida da muchas vueltas, aunque también podría pararse para saber de él.
Mi amiga Encarna también tiene su historia de primavera. Tuvo el accidente cuando era muy joven, en mayo. Su marido iba conduciendo el coche y ella iba en la parte de atrás, dormida. Y ahora dice que los tíos no son nada buenos, porque desde que tuvo el accidente, su marido la abandonó y no quiere saber nada de ella.
Se le partió la médula y tuvo que dejar a los niños con la abuela. Ella no tiene la culpa de estar así. Dice que si no hubiese montado ese día en el coche no le habría pasado nada, pero yo pienso que el destino está marcado. Estuvo mucho tiempo en la UVI y creía que se moría. Y ahora dice: “¡Ojalá me hubiera muerto, porque así no habría dado la lata a mi familia y no habrían tenido que meterme en un centro de estos!”.
Porque Encarna tenía 3 hijos con 24 años de nada. Menos mal que tenía a su madre, que también se llama Encarna, y la cuidaba a los hijos, que sino la pobre los tendría que haber dado en adopción. La verdad, hay algunos tíos que son unos hijos de puta y unos cabrones. Por lo menos, Encarna tiene ahora alguien en quien pensar: en sus hijos y en sus nietos.
Ella sólo puede mover la cabeza. Y mira que yo puedo mover poco, pero la ayudo en lo que puedo. La ayudamos, unas veces mi amigo Víctor, otras yo, porque ella no puede ni darle al botón del ascensor. Para mí es una tía excepcional. Estoy segura de que, si en el accidente le hubiese pasado eso a su marido, ella no le habría abandonado.
Pero estábamos en el parque, y habíamos sorprendido a los críos haciendo sus cosas. A nosotras nos vieron, pero no se enteraban de que había un piso con unas ventanas desde las que estaban mirando. Y al pasar nosotras, unos viejos dijeron: “No hay vergüenza en estos tiempos”. Y mi amiga Encarna y yo nos echamos a reír sigilosamente, muertas de envidia.

LA GASOLINA
Ramón
Victoriano bebía demasiado, tanto que nunca tenía un duro para los gastos más imprescindibles, como la gasolina.
Había tenido muy mala suerte en la vida. Primero había muerto su mujer, un cáncer fulminante, tres meses de suplicio en plena juventud. Le había dejado un hijo, que fue el motor que empujó la vida de Victoriano hasta que un mal día se volvió a cruzar la mala fortuna y un camión sin frenos arrolló al huérfano en la cuesta que baja al Acueducto por la entrada de Madrid.
Desde que Victoriano se quedó solo, comenzó su peripecia por bares y supermercados en busca de alcohol. Cada vez bebía más, aunque nunca tanto que no pudiese continuar trabajando y conduciendo.
Y se fue acostumbrando a llenar el depósito en gasolineras lejos de Segovia, pero la rutina le iba acercando cada vez más, hasta esas tres que tenía más a mano, dos en la salida de Madrid y una en la salida de Cuéllar. Siempre hacía lo mismo, o casi: llenaba el depósito, distraía al gasolinero entrando en el baño, salía y se largaba sin pagar.
Una, dos, tres veces se puede hacer la pirula, pero a Victoriano terminaron por identificarlo en las tres gasolineras.
–A primeros te pago – decía Victoriano al que le había pillado.
La mayoría, si no todos los empleados, conocía la historia de Victoriano, y los más de ellos hacían la vista gorda. Pero hubo alguno que no quería hacer el primo y comenzó a denunciarlo a la guardia civil.
Cuando los guardias comenzaron a visitar la casa de Victoriano y comenzaron a hacer preguntas, a este se le fueron abriendo los ojos, o por mejor decir, el horizonte de su vida o lo que fuera eso que veía cuando miraba hacia arriba desde el pozo en que se encontraba mientras era interrogado.
Las preguntas de los guardias le obligaron a relacionar su soledad con el desorden en su vida. “Tendré que cuidarme un poco si no quiero perderlo todo”, se dijo un día y vació todas las botellas que tenía en la casa en el fregadero de la cocina.
Y desde el día siguiente, comenzó a pagar también la gasolina.

No hay comentarios: