Sentada del 7 de marzo de 2013


LA EJEMPLAR VIDA Y HEROICA MUERTE DEL GRAN PIPÍN
César
Os voy a contar la historia de un íntimo colega del Vaquilla.
El Pipín se crió en La Ventilla, junto al metro de Plaza Castilla, un barrio con mucha clase. Los chicos aprendían a robar antes que a mamar. El Pipín, como es natural, hizo una carrera de doctor desde muy pequeño. Se las sabía todas. Su especialidad primera fueron los coches. Tenía tanta experiencia que para él limpiar un interior era coser y cantar. Abría la puerta sin romperla ni mancharla y levantaba todo lo que allí hubiere de interés para él. Nunca olvidaba el capó, que si una bolsa olvidada, que si una botella, que si una rueda, que si unas cadenas, siempre cosas útiles. Después lo cerraba y el coche quedaba impoluto. Si acaso, los dueños un poco neuras se enteraban de que el Pipín había visitado su vehículo unos días después. La mayoría ni se coscaba, pues Pipín solo levantaba los sobrantes.
Pronto las necesidades del chico aumentaron y necesitó dinero cash para el alterne con los colegas. La vida es lo que tiene, que se va complicando incluso para los ladrones. Y nuestro protagonista se vio de la noche a la mañana asaltando gasolineras. El código de los ladrones de la Ventilla solo tiene dos reglas: una, todo lo robado es de todos los que lo roban, y dos, nadie ha robado nada jamás.
Con estas reglas se fue haciendo mayor el Pipín, hasta el punto de que más pronto que tarde se vio asaltando farmacias, pues también necesitaba de reinoles, panteras rosa, jaimitos y demás calmantes, sin olvidar la pasta gansa.
El siguiente paso, obligado para una persona con semejantes dotes, era atracar un banco. El caso es que asumir una responsabilidad tan grande te cambia la vida, es casi como hacer un hijo. El Pipín se arrimó a maestros muy doctos, se entrenó con mucha concentración y mucha fe, asumió su papel en el trance, que no era otro que esperar con el coche en marcha la salida de los colegas de la sucursal de Caja Madrid en la calle La Oca, y fue el primero en caer en manos de la pasma, que se había apostado en las esquinas porque tenía información de unos jurados que querían hacerse con el blindado de las sacas. Y allí estaba el Pipín y su banda para reventar la operación, con lo cual ellos se llevaron todas las hostias.
Aquí es, o sea, en el talego de Meco, donde el Pipín conoció al que sería su inseparable colega polaco, el Vaquilla. A partir de ahora los dos serán uña y carne, algo así como Casillas y Xavi Hernández, un ejemplo, pero en una época en que los polacos y los gatos no mezclaban ni en la selección de fútbol.
Lo primero que se les ocurrió hacer juntos al Pipín y al Vaquilla fue fugarse. Y lo hicieron a lo grande, como tiene que ser, saltando la valla metálica que separaba el patio de su módulo del foso del recinto un día de niebla muy cerrada y subiendo a continuación a la garita del guardia en el último muro, siempre vacía en esta zona, y desde ahí arriba, de un salto, a la calle, a confundirse con los familiares que salían de las visitas del sábado y que todavía tenían que pasar el control de la Guardia Civil en la carretera de acceso.
Fue una amistad intensa pero corta, como cortas pero intensas fueron las vidas de estos dos jóvenes ejemplares. Aunque una más corta que la otra, la de Pipín.
El caso es que el Pipín, por cierto, diminutivo del Pipa, que era su padre, invitó al Vaquilla a su habitual escondite en el Parque de Orgaz, el apartamento de unas amigas que, cuando no las financiaba el Pipín, y en el talego apenas si sacaba para tabaco, se apañaban traficando con el sexo, o sea, que se follaban a todo el barrio a cambio de pasta, lo que comúnmente se llama matrimonio, aunque en su caso era comercio libre de impuestos. La Claveles y la Paty, las dos churris del Pipín, habían oído de su fuga por la tele y los estaban esperando. Antes de llegar, los fugados se habían hecho una gasolinera que les pillaba de paso y comprado en La Celsa unos pocos gramos, para resarcirse de la escasez del talego e invitar a las churris.
La orgía de esa primera noche fue suave, o sea, un colocón de muerte.
Y al día siguiente había que trabajar para poder continuar la fiesta. La colaboración mejoraba de día en día, no había conflictos entre ellos y la Claveles y la Paty tampoco pedían más.
Pero el horizonte de un joven siempre es abierto e infinito, cuanto más si son dos. Era verano y se fueron a la playa, a la Costa Brava, o sea, a Salou.
Vosotras os quedáis, que vamos a trabajar –ordenó el Pipín a sus churris, que ni rechistaron.
Lo que no calculó el Pipín fue que dejaba atrás también su territorio y que comenzaba a operar en un lugar ajeno, con las dificultades que eso acarrea. Estaba en manos del Vaquilla, más zumbado que un lejía en el Rastro de Madrid. Todo lo que estaba a su alcance lo quería para sí, lo cual comenzó a estar reñido con el código de La Ventilla en el que se había educado el Pipín.
Así ocurrió que, en uno de los muchos palos inútiles y sin planificar que daban aquí y allá, más que nada para mantener la fama de loco que se estaba ganando el Vaquilla entre sus allegados, y antes de que el Pipín tuviera la oportunidad de poner tierra de por medio, se encontró pegando tiros contra una lechera de la pasma mientras el Vaquilla, mejor orientado, salía por patas.
Para el Pipín no hubo pira posible y terminó abatido a tiros por los maderos, que no les gustaron nada los impactos de bala en su coche nuevecito. Iban cuatro en la lechera y cada uno le pegó un tiro de gracia después de que el Pipín terminase sus municiones.

¿XENOFOBIA?
Conchi
Yo tengo un problema con los negros: no se me despinta ni uno. Me acuerdo de todos los que se han cruzado en mi camino, desde aquella mañana en la escalera, en el descansillo de mi casa, que me crucé con unos vecinos africanos y no pude por menos que sospechar lo peor.
La última, una cuidadora que me ha tocado este año. Cada vez que le toca asistir en mi mesa tiemblo, porque me hace las cosas mal. Y a otras compañeras les hace las cosas bien, mira tú. Ya me he quejado a las responsables y les he dicho que esta mujer le dé de comer a otro residente.
Porque a mí me da la comida siempre muy deprisa, con los trozos muy grandes, me ahogo y luego dice que la estoy criticando.
Desde hace más o menos un año no puedo beber líquidos porque se me cierra la glotis. Así que tengo que echarle espesante al agua y al zumo. A mí me gustaría que esta señora asistente echase una cucharada de espesante nada más en el agua, porque sino se queda hecho una pasta y no hay quien se lo beba. Pues por más que se lo digo con educación, ella me echa 3 ó 4. Se cree que así es mejor, porque tiene miedo de que me ahogue, como con los trozos grandes de carne.
Ahora me han dicho que está de baja y me he alegrado un montón. Como si no vuelve.

EL EXTRAÑO
Estrella
Las cinco de la tarde del lunes y ahora entraba a trabajar en el bar. Aburrimiento era mi mejor pronóstico para las próximas horas.
Al entrar en el establecimiento, un fuerte olor a tabaco sacudió mi cuerpo. Fue lo primero que vi, a él fumando un puro enorme, y fue lo que menos me gustó de todo.
¡Me resultaba un tipo tan extraño! Con su sombrero de ala ancha y su ropa tan estrafalaria, los pantalones campana de color rojo y la camisa floreada color verde fosforito, y unas zapatillas negras, deportivas. Un espantapájaros.
Le observé fijamente y calculé que rondaría los cincuenta, su pelo canoso, sus surcos en la frente, sus ojos enrojecidos por el alcohol y el tabaco... y la nariz un poco hinchada. Nadie le había servido aún, como si me estuviese esperando a mí, a la pringada.
Le pregunté qué iba a tomar y él me dio explicaciones, me pasa con todos los borrachos.
Ponme un Carlos III de reserva, a ver si entro en calor, ja, ja, ja…
A este coñac le siguieron otro y otro y otro...
Pero pasaba la tarde y se me iba haciendo más corta que nunca. Escuchaba sin querer sus pésimos chistes y no necesitaba ni reírme. Continuaba disparando sin descanso.
Y de los chistes pasó a sus historias de cazador, que también parecían innumerables. El caso es que su voz no era nada desagradable.
Con la primera historia que me enganchó él ya estaba en África y la víctima iba a ser un león. Sonó el disparo de su fusil de mira telescópica de alta precisión, ¡bang!, que lo dejó malherido. Antes, había descrito con viveza la sabana, unas acacias, el sol de cara e inclemente y más mosquitos que gacelas.
A mi me sacudió el pánico al ver cómo corría con gran convicción hacia mi puesto. Quise disparar de nuevo, pero, ¡oh!, ¡no!, se me encasquilla el arma. Recargo el arma, de nuevo aprieto el gatillo y fallo estrepitosamente, pero el animal se asusta al oír el tiro, retrocede y me da la espalda. Es cuando, con más calma, lo mato de un tiro en el culo.
Ahora es cuando reparo en su sensibilidad. No es un borracho cualquiera, es un perdedor.
Otros disecan la cabeza, yo disequé su rabo, que no quiero olvidar mi pánico o su heroica muerte.
De su piel ha hecho una alfombra que es la admiración de las visitas, según dice. Y me picó la curiosidad.
Fue cuando mire al reloj de pared. Me inundo una gran felicidad, pues comprobé que había terminado la tarde y mi trabajo.
¿Me invitas a la penúltima en tu casa? –le pedía yo a aquel extraño, acababa de cobrarle catorce copas y continuaba manteniendo la verticalidad, era un fenómeno.

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