Sentada del 13 de febrero de 2014


UN LUGAR AL SOL
Ramón
–Cuéntame una a una las personas humanas que salen y entran esta mañana en la residencia –me lo pide la conserje, muy en su papel de persona humana un poco sargento.
–¿Cuento también las sillas? –pregunto yo, por si las sillas ya estaban contadas.
–¿Qué pasa, que los cojos no sois personas humanas como cualquier hijo de vecino?
–Casi preferiría que me explicases para qué tengo que contar –volví a insistir yo, por saber lo que estaba haciendo.
–Muy sencillo, porque yo tengo que hacer otras cosas y me distraigo si hago eso. Tú, en cambio, que estás ahí plantado toda la mañana sin hacer más que mirar y cotillear, puedes llevar la cuenta.
No contestaba a mi pregunta del por qué, pero comencé a contar. Salió y volvió a entrar una persona humana, mujer más en concreto, de administración. Entró otra y luego otra, salieron a continuación dos personas humanas en silla de ruedas. Y salieron otras dos, esta vez una en silla y la otra empujando, y entraron otras dos personas humanas, una de ellas acompañada de una persona perruna que no conté. Hasta aquí estábamos empatados e hice una cruz para no equivocar la cuenta, que amenazaba ser muy larga.
Y volví a preguntar a la conserje:
–¿Se trata de controlar que el centro no se llene o que no se vacíe? Porque es muy distinto el exceso de aforo de personas humanas que un vacío lamentable de compañía, con la soledad consiguiente. Nada que ver una realidad con la otra, como tú bien comprendes.
En ese momento ella estaba tomando nota de una lista de personas humanas que le dictaba la médica, para llamar por megafonía a su consulta, y tardó en contestarme.
–Zoquete, se trata de que te distraigas, que te pasas la mañana ahí, mano sobre mano.
¿Y qué podía decir yo ante una respuesta como esta y ante una persona humana como esta?
No dije nada. Lo único que se me ocurría era muy violento, y a mí no me gusta la violencia.
Eso sí, deje de contar y continué allí, mirando como trabajaban los otros y disfrutando yo de no hacer absolutamente nada, salvo ocupar mi lugar al sol, que tanto parecen envidiar algunas.

EL DINERO
Conchi
Yo soy una machacadora, todo lo que tengo lo gasto. Han abierto hace poco una tienda al lado de Juan Carlos I, cerca del Rigoberta Menchú, y el otro día, serían las diez de la noche, y allí estaban los polis porque un chico se había llevado un huevo de Pascua, de esos de chocolate.
La poli había salido detrás de él y había conseguido atraparlo. Vaya cosa, coger al ladrón, que por eso supe que debió de tener un arte increíble para meterse debajo de la trenca un huevo así de grande, y de chocolate… ¡Qué vergüenza! Y todos allí mirando.
Yo me compré unos chicles de menta Trídent y también un yogur. Y después vine al Centro.
Le pedí a una compañera que tiene las manos un poco mejor que yo que me lo diera, pero el yogur saltó a tomar por culo. Se manchó todo el suelo y la cuidadora empezó a decir: “¡Qué asco, me cago en tu padre!” el caso es que mi padre ya está muerto y yo me cagué en el suyo. Le tocó pasar la fregona para recoger el yogur y los trozos de piña.
Total, que me quedé sin tomarlo, después de que me había gastado la pasta no me sirvió para nada.
Y al rato vinieron las cuidadoras a acostarme para dormir. Me lo recordaron: “¡Vaya, tía, la que has formado!”. Me tuve que disculpar: “Tías, yo no tengo la culpa de tener las manos tan mal”.
Yo tengo las manos que no me sirven más que para acariciar. Si hubiera tenido mucho dinero, ahora a lo mejor estaba mejor, con rehabilitación todos los días y así. Pero nada, y con tantas operaciones me han chungao los médicos, que me abrieron los abductores, o séase, las caderas, porque no les gustaba como andaba, dándome un poco un pie con otro. Pero el caso es que andaba, no como ahora, después de la operación, que ya no puedo moverme.
Me llevó mi madre al hospital de la Paz y el Dr. Mújica, el traumatólogo, nos dijo que el que me hubiera operado que me recompusiera. Ya no me puedo poner más de pie.

ABNEGACIÓN
Isabel
No es por casualidad que conozco a una mujer que se llama como yo, Isabel. Ahora tiene ochenta años y lo sé porque es mi madre, la que me dio la vida.
De ella aprendí lo que es la abnegación y la humanidad. Con anécdotas por ejemplo como esta: darme a mí un ataque epiléptico de noche, arrastrarme ella y acostarme en la cama, y dar otro ataque igual a mi hermano y hacer lo mismo con él. Y decir a mi padre: “¿Es que no te has enterado de lo que ha pasado esta noche?”. Y él responder: “Sí, pero para eso ya estabas tú...”. Eso la hace grande y muy querida para mí.
Mi madre era una mujer muy alegre, pero desde que cayó enferma con el Alzheimer yo es que la veo muy triste y pensativa.
Ella era una mujer fuerte y luchadora que siempre cuidó de mí y de mi hermano. Y siempre ha ido muy limpia. Cuando era joven y no estaba enferma, le gustaba maquillarse y pintarse las uñas, se las pintaba muy bien. Decía un tío mío que ya ha muerto que se parecía a Ava Gardner. Pero es que yo tengo una foto en blanco y negro de cuando mi madre era joven y son clavadas, se parecen verdaderamente.
Ahora que está en una residencia de personas que también padecen esta enfermedad del Alzheimer, ella suele ayudar a todos en todo lo que puede. La habitación donde está la comparte con otra señora y no es muy grande. Aunque bien es cierto que es un poco pequeña, a mí me gusta mucho. Y mi madre me dice: “¡Uy, hija, cómo te puede gustar esto!”. A lo que yo la respondo: “Pues mamá, a mí me gusta”.
Mi madre, aunque está enferma, aún reconoce a todo el mundo, incluso a la familia. El otro día mi hermano el policía, el mayor, la trajo a vernos a mi hermano Antonio y a mí. Y estuvo tres días con nosotros y todavía se acordó de mi padre y le trajo cinco gallinas en el maletero.
Yo me parezco mucho a mi madre y eso me enorgullece. Quisiera que nunca le pasara nada malo y que nunca me faltara. Ella sabe cuánto la echo de menos. La vida nos ha dado golpes muy duros, esta es la verdad, pero yo me siento muy unida a ella.

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