UN
ESTÚPIDO Y ADEMÁS CELOSO
Estrella
La
tarde era fría, oscura e invernal. Por fuera de la ventana se oía
silbar el viento contra la persiana. Los cristales retumbaban por la
presión del vendaval. Ana y Pedro se encontraban dentro de la sala
de estar, discutiendo nuevamente.
Pedro
no soportaba las libertades que se tomaba Ana. Ella antes llegaba
sobre las ocho de la tarde de trabajar, pero últimamente daban las
nueve y aún no había oído abrirse la cerradura de la puerta.
Pedro
no soportaba la espera y la quemazón que le invadía en la boca del
estomago, hasta hacerle enrojecer de ira la cara y los ojos, como
había ocurrido ahora mismo, cuando Ana abrió por fin la puerta
pasadas las nueve.
–¿De
dónde vienes a estas horas? –preguntó Pedro.
A
lo que Ana respondió:
–Es
que he salido tarde del trabajo y había mucho tráfico.
Pero
Pedro dudó de esta excusa, ya que se la había oído en demasiadas
ocasiones. Y la cogió del brazo y, zarandeándola fuertemente, le
espetó:
–¿Con
quién has estado? ¡Eh!, ¡venga!, ¡vamos! ¡Confiesa!
Ana
callaba y le miraba temblorosa, muy asustada, sin poder articular
palabra, cosa que a Pedro le irritó aún más. Los celos se habían
apoderado de él y le estaban haciendo perder la cabeza. Comenzó a
insultarla y a ultrajarla:
–¡Puta!,
¡zorra!, ¿con quien has estado?
Ella
se había quedado sin habla, con lo que Pedro definitivamente perdió
los nervios y dio a su mujer una fuerte bofetada.
Ana
cayó al suelo llorando, completamente derrumbada y sin fuerzas para
levantarse.
Pedro,
al darse cuenta por fin de lo que había hecho, cogió la puerta y se
largó.
Como
pudo, Ana se levantó del suelo y se fue hasta el sofá a sentarse.
De sus ojos no paraban de brotar las lágrimas y de su garganta un
suave quejido diciendo:
–¿Por
qué, Pedro?, ¿por qué?
Al
cabo de unas dos horas, escuchó los pasos de Pedro en la escalera y
su llave en la cerradura. Pedro entró, se acercó a ella
rápidamente, la abrazó y dijo:
–¡Perdóname,
mi amor! ¡No sé lo que me pasó! Perdí la cabeza por unos momentos
y los celos se apoderaron de mí. ¡Dios mío!, ¡por favor!, te lo
suplico –y poniéndose de rodillas y abrazándose a sus pies,
continuó– Nunca más volverá a pasar esto, te lo prometo, ¡confía
en mí!
Ella
le levantó del suelo.
–Pedro,
no puedo perdonarte. Y aunque así lo hiciera, sé con toda seguridad
que no podría olvidarlo. Además, Pedro, me has decepcionado. Quizá
haya sido mía la culpa por contarte los problemas con mi ex.
–Yo
no soy como él, no me compares.
–Creo
que no has sido nada inteligente. Si en su día pude dejarle a él,
por maltratarme ¿Cómo no te voy a dejar a ti, ahora que soy más
fuerte y confío más en mí y sé que no soy culpable de las neuras
de nadie?
BIENAVENTURADOS
HeavyMetal
Bienaventuradas
las personas que vienen aquí, a la residencia, a hacernos compañía
y a ayudarnos.
Y
mi amiga Isabel y mi amigo Nacho me emocionan, hacen una pareja
perfecta.
Y
bienaventuradas las personas que nos asisten aquí, gracias a todas
esas cuidadoras y camareras…
Para
cuatro euros que recibís, a cambio de tantas atenciones.
Es
una alegría estar con vosotros, gracias, y estar en vuestras manos.
Es
un placer ver a Isabel y a Nacho, los dos tan juntitos llenos de
amor, y respetados…
Cuando
Manuel cuidaba a mi amigo Alfonso Gálvez, eso sí que era hermoso.
Bienaventurado,
Manuel.
Me
tenéis que creer, no me gusta el mal ajeno.
Cuando
veía a Ramón y a Ali, juntos y atentos el uno de la otra, se me
ponía la carne de gallina…
Un
regocijo ver a estos dos compañeros, personajes de su historia en la
silla de ruedas.
Ponía
el vello de punta, era todo tan bonito.
Y
cuando Enricucho viene a comer con Carmen Soria, ¡qué pasada!
No
me alegro tanto de mi bien como del bien ajeno.
AUTORRETRATO
Peva
Para
hacer la especie de análisis sobre una misma que exige el
autorretrato hay que ser muy critica con la menda, o sea, conmigo, y
esto es peligroso. Si no eres una tía madura, puedes llegar a
fantasear cosas que no eres y que querrías ser. Claro que si me doy
jabón a mí misma tampoco con ello perjudico a nadie.
Pero
en fin, diría que hay dos personas en mi vida que se merecen todo mi
respeto y cariño: son mis padres. Mi madre, por supuesto, hizo una
especie de milagro conmigo, al creer en mis posibilidades físicas
más que yo misma. A mí me costaba mucho hacer cualquier cosa,
ponerme de pie o lo que fuera. Por ejemplo, ponerme cualquier prenda
de vestir era un problema. Pues mi madre, con su perseverancia y poco
a poco, conseguía que llegara a ponerme las prendas más difíciles
de poner. Y aunque yo tiraba la toalla con demasiada frecuencia, ella
siempre estaba allí dándome la coña. Hasta que no conseguía su
propósito no paraba, por más que yo dijera que no podía. Siempre
ganaba ella la partida y, naturalmente, también la ganaba yo, pues
conseguía hacer de mí una chica un poco más independiente.
Esto
de la independencia ha sido siempre para mí una especie de meta muy
costosa. Y como todo lo que cuesta un gran esfuerzo, lo deseaba hasta
con rabia, tanto era así que, antes con mi madre o mi padre y
después por mí misma, he conseguido ser una mujer casi
independiente durante toda mi vida.
Yo,
cuando era más joven, pasaba casi todo el tiempo leyendo las
historias de otras personas y me gustaba mucho hacerlo, nunca he
abandonado la afición, ¡ya lo creo! Pero cuando vas creciendo te
das cuenta de que tienes la obligación de vivir tus propias
historias. Ya no te sirve la vida de otros, aunque sean tipos
geniales, sus historias son cojonudas pero no son la tuya. Mi vida
era mi vida, aunque fuera algo diferente a esas de novela y aunque me
equivocase. ¡Pero quién no se equivoca alguna vez!
Necesitaba
de esas equivocaciones, necesitaba aprender de ellas y darme yo sola
la gran ostia. Que tampoco es inevitable darte la ostia, pero será
la ostia perfecta para salir del pozo profundo en que muchas veces
has caído sin saberlo. Y aunque el pozo sea muy profundo, siempre
hay alguna persona en la vida real que te arroja una cuerda y te
salva la vida.
A
veces hasta he agradecido haberme caído al pozo, pues he salido
mojada de agua pero también con algo mas de experiencia, con la
recompensa de ser mas sabia.
En
fin, que yo creo que para ser resuelto ha de haber mucho de educación
y mucho de seguridad en ti misma. Has de haber vivido una vida sin
preocupaciones, como yo. Y cuanto más resuelta eres, la vida es más
fácil y la risa te sale más suelta, fluida como la de un niño. No
me explico cómo los niños son capaces de reírse hasta cuando su
madre le hace cosquillas en los pies, que esto a mí me sienta como
un tiro. Y sin embargo un niño se desternillará de risa siempre.
Como
nosotras, o sea, mis hermanas y yo un día de primavera, ¡cómo me
gusta a mí esta estación! Bajábamos aquel día al chiringuito en
la esquina de nuestra casa. Teníamos muchas ganas de juerga: sabido
es que hay días que una se ha levantado con los dos pies en el suelo
al mismo tiempo, pues estos son los días que hay que aprovechar para
pasarlo de maravilla, que a saber cuando llega otro. Estábamos allí
las tres sentadas tan tranquilas cuando de pronto pasó ante nosotras
un hombre de lo mas cachas, un rompecorazones, de esos que cada paso
que dan es para hacer otra conquista, vamos, de los que se comen el
mundo. Y mira tú por donde el tipo, que se creía un dios heleno, va
y tropieza, se tambalea y se cae al suelo cuan largo es…
Nosotras,
las tres brujas, como nos llamaba mi padre cariñosamente, vimos toda
la secuencia en primera fila, tanto que se despanzurró a nuestros
pies… Fue la mar de gracioso, incluido nuestro ataque de hilaridad,
nos moríamos de risa. Pero, claro, al dios heleno no le hizo la más
mínima gracia. Nos increpaba por nuestro asqueroso comportamiento,
pero a nosotras su actitud nos daba más risa todavía.
Está
claro, soy un poco puñetera, pero no estaría completo mi
autorretrato si no saliese riendo con mis brujitas.
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