Sentada del 19 de septiembre de 2013


MINIATURAS / XLVIII
Iñaki
Alegría, tristeza,
maravillas,
¡puta melancolía!

Rabia escondida,
rabia perpetua,
rabia que ciega tu voluntad.

Estoy seguro,
y lo que pienso
lo escribo.

Aquella palabra bien dicha
no era de nadie,
era una palabra aquella palabra.

No hay cerveza mal bebida,
hay cerveza mal explicada.

Voces que quiero escuchar,
voces en el abismo de la soledad,
voces de abismo.

Música del amigo,
música de corazón
con corazón.

Todo sucede
porque estamos todos…
y yo vivo aquí
para que suceda.

¿Sigo, qué?
No sigo.
¿Por qué?
Porque no, sigo.

Carnavales pinto,
Carnavales vendo,
Carnavales que nunca existieron,
Carnavales.

TIEMPOS AQUELLOS
Conchi
Mis mejores tiempos fueron cuando yo tenía 10 años, que estaba todos los días en los hospitales, ligando con los médicos de medicina interna.
Había un chico con el pelo rubio y los ojos azules que era divino de la muerte y se llamaba José Luis Salazar. Era mexicano y, la verdad, tenía unos ojos como el agua del mar. Yo le llamaba cariñosamente Orejillas de salchichón, porque tenía las orejas muy grandes y un cuerpo de la muerte.
Este fue el que me sacó los puntos de las piernas. Me habían operado las dos. Me operaron los médicos de traumatología que estaban haciendo medicina interna. En el cuarto de los médicos me lo pasaba muy bien. Allí me enseñaban anatomía ellos.
Y mi madre me buscaba por todas partes, pero yo estaba siempre en el cuarto de los médicos, diciéndoles cosas bonitas. Y ellos me decían “Conchi, quédate con nosotros”. Yo estaba aprendiendo anatomía de carne y hueso, porque ellos estaban acabando la carrera y eran muy tiernos.
Como yo no lo pedí, el mexicano me quitó los puntos sin anestesia, para correrme la juerga en el quirófano. Me gustaría saber qué es de José Luis Salazar. Ya tendrá 60 o más años.
Para mí fueron los mejores años de mi vida. Me colaba en los tanatorios y me preguntaban “Niña, ¿dónde vas?”, y yo decía “Es que se ha muerto un familiar”. Era mentirosa, pero así me dejaban pasar y decían “Pobrecita, se ha quedado sin padre con lo joven que es”. Y luego salía riéndome de los muertos, porque yo he sido la rehostia de pequeña.
Aunque por entonces no tenía silla de motor, los celadores me llevaban de una planta para otra –tenía una silla manual y no me podía mover con ella–. Y decía “Por favor, ¿me llevas?”, y contestaban “¿Cómo no?”. Y montábamos unas juergas con sidra y champán homéricas, de cine. Juntábamos las camas de todas las chicas de 13 a 16 años. Yo era la más pequeña, con 10 años.
Había alguna chiquita con cáncer que se moría, porque tenía leucemia en la sangre. De alguna dijeron que tenía mucho dinero, pero para qué servía el dinero, si ella tenía un cuerpo y un pelo precioso y con sólo 13 años lo iba a peder todo. No es justo que a esas chiquillas les diera leucemia, o séase, cáncer en la sangre.
Otra tenía el sarcoma. Tenía pelo largo, rubio, una preciosidad, pero digo yo que para qué se quiere tanto dinero si luego te vienen esas enfermedades que no se pueden curar ni que tengas mucho dinero ni que tengas poco. Esta chica me dejó una gran huella. Se llamaba Rosa Mari.
Ahora creo que se salva esa gente con un transplante de médula. Tenía un cuerpo precioso y le tuvieron que amputar las piernas. Ante cosas así, yo pienso que no hay Dios. Porque a esa chica, cada vez que le daban los ciclos, tenía tantos dolores que se daba contra la cama.
Su cara no se me podrá olvidar en la vida, con unos ojos azules, pelo largo... Y cuando a la chiquilla le dijeron que le tenían que cortar las piernas se encerró en sí misma y empezó a llorar.
Entonces me cambiaron de habitación para que la animara y nos pasábamos el día riendo. A mí esa chica me dejó una gran huella.
Sus padres esperaban que el miércoles se la llevarían, pero el miércoles no se la llevaron a casa, sino al cementerio.
Yo les di a los padres el pésame y no volví a saber más de ellos.

MISÓGINO
Ramón

Tenía un amigo en el coro, muy majo con sus amigos, pero que como enemigo era mucho mejor. Cualquiera que tuviera con él cuentas pendientes preferiría que estuviera bien lejos. Se llamaba Gabriel y tenía un defecto que destacaba sobre todos los demás: era un poco misógino.
Recuerdo especialmente un día que ensayábamos algo de El Mesías, de Händel, supongo que el “Aleluya”. Nosotros, o sea, Gabriel y yo y dos más, hacíamos el bajo. Aunque depende de las partituras, la voz baja suele ser la más fácil, o por lo menos la que menos se oye si te equivocas. En cambio, las voces altas son las que arriesgan de verdad, a las que se oye más, lo mismo si lo hacen bien que si lo hacen mal.
¿Qué ocurría? Que como tiple cantaban mujeres y que estábamos ensayando y que de momento la cosa no fluía. Los bajos teníamos que seguir a las voces altas y, cuando la cosa no iba bien, nos perdíamos. Y ya más en concreto, Gabriel comenzaba a regodearse:
–La cantinera viene hoy pasada de chinchón.
La cogía con una y no paraba hasta que conseguía sacarla de sus casillas, sobre todo si esa una era la Mari, una camarera del Luciano. Aquel día la hizo llorar.
El ensayo terminó media hora antes de lo previsto:
–Patán, descerebrado, machista, cantimpalos –gritaban las compañeras de la Mari.
–Yo no me equivoco –Gabriel no se callaba–, yo traigo la partitura leída y estudiada. Y aquí huelo a anís.
Era un recalcitrante hijo de porqueros, de Carbonero, disfrutaba con estas escenas, si no era por una cosa era por otra.

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