El extraño


Estrella
Las cinco de la tarde del lunes y ahora entraba a trabajar en el bar. Aburrimiento era mi mejor pronóstico para las próximas horas.
Al entrar en el establecimiento, un fuerte olor a tabaco sacudió mi cuerpo. Fue lo primero que vi, a él fumando un puro enorme, y fue lo que menos me gustó de todo.
¡Me resultaba un tipo tan extraño! Con su sombrero de ala ancha y su ropa tan estrafalaria, los pantalones campana de color rojo y la camisa floreada color verde fosforito, y unas zapatillas negras, deportivas. Un espantapájaros.
Le observé fijamente y calculé que rondaría los cincuenta, su pelo canoso, sus surcos en la frente, sus ojos enrojecidos por el alcohol y el tabaco... y la nariz un poco hinchada. Nadie le había servido aún, como si me estuviese esperando a mí, a la pringada.
Le pregunté qué iba a tomar y él me dio explicaciones, me pasa con todos los borrachos.
Ponme un Carlos III de reserva, a ver si entro en calor, ja, ja, ja…
A este coñac le siguieron otro y otro y otro...
Pero pasaba la tarde y se me iba haciendo más corta que nunca. Escuchaba sin querer sus pésimos chistes y no necesitaba ni reírme. Continuaba disparando sin descanso.
Y de los chistes pasó a sus historias de cazador, que también parecían innumerables. El caso es que su voz no era nada desagradable.
Con la primera historia que me enganchó él ya estaba en África y la víctima iba a ser un león. Sonó el disparo de su fusil de mira telescópica de alta precisión, ¡bang!, que lo dejó malherido. Antes, había descrito con viveza la sabana, unas acacias, el sol de cara e inclemente y más mosquitos que gacelas.
A mi me sacudió el pánico al ver cómo corría con gran convicción hacia mi puesto. Quise disparar de nuevo, pero, ¡oh!, ¡no!, se me encasquilla el arma. Recargo el arma, de nuevo aprieto el gatillo y fallo estrepitosamente, pero el animal se asusta al oír el tiro, retrocede y me da la espalda. Es cuando, con más calma, lo mato de un tiro en el culo.
Ahora es cuando reparo en su sensibilidad. No es un borracho cualquiera, es un perdedor.
Otros disecan la cabeza, yo disequé su rabo, que no quiero olvidar mi pánico o su heroica muerte.
De su piel ha hecho una alfombra que es la admiración de las visitas, según dice. Y me picó la curiosidad.
Fue cuando mire al reloj de pared. Me inundo una gran felicidad, pues comprobé que había terminado la tarde y mi trabajo.
¿Me invitas a la penúltima en tu casa? –le pedía yo a aquel extraño, acababa de cobrarle catorce copas y continuaba manteniendo la verticalidad, era un fenómeno.

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