César
Os
voy a contar la historia de un íntimo
colega del Vaquilla.
El
Pipín se crió en La Ventilla, junto al metro de Plaza Castilla, un
barrio con mucha clase. Los chicos aprendían a robar antes que a
mamar. El Pipín, como es natural, hizo una carrera de doctor desde
muy pequeño. Se las sabía todas. Su especialidad primera fueron los
coches. Tenía tanta experiencia que para él limpiar un interior era
coser y cantar. Abría la puerta sin romperla ni mancharla y
levantaba todo lo que allí hubiere de interés para él. Nunca
olvidaba el capó, que si una bolsa olvidada, que si una botella, que
si una rueda, que si unas cadenas, siempre cosas útiles. Después lo
cerraba y el coche quedaba impoluto. Si acaso, los dueños un poco
neuras se enteraban de que el Pipín había visitado su vehículo
unos días después. La mayoría ni se coscaba, pues Pipín solo
levantaba los sobrantes.
Pronto
las necesidades del chico aumentaron y necesitó dinero cash para el
alterne con los colegas. La vida es lo que tiene, que se va
complicando incluso para los ladrones. Y nuestro protagonista se vio
de la noche a la mañana asaltando gasolineras. El código de los
ladrones de la Ventilla solo tiene dos reglas: una, todo lo robado es
de todos los que lo roban, y dos, nadie ha robado nada jamás.
Con
estas reglas se fue haciendo mayor el Pipín, hasta el punto de que
más pronto que tarde se vio asaltando farmacias, pues también
necesitaba de reinoles,
panteras rosa, jaimitos
y demás calmantes, sin olvidar la pasta gansa.
El
siguiente paso, obligado para una persona con semejantes dotes, era
atracar un banco. El caso es que asumir una responsabilidad tan
grande te cambia la vida, es casi como hacer un hijo. El Pipín se
arrimó a maestros muy doctos, se entrenó con mucha concentración y
mucha fe, asumió su papel en el trance, que no era otro que esperar
con el coche en marcha la salida de los colegas de la sucursal de
Caja Madrid en la calle La Oca, y fue el primero en caer en manos de
la pasma, que se había apostado en las esquinas porque tenía
información de unos jurados que querían hacerse con el blindado de
las sacas. Y allí estaba el Pipín y su banda para reventar la
operación, con lo cual ellos se llevaron todas las hostias.
Aquí
es, o sea, en el talego de Meco, donde el Pipín conoció al que
sería su inseparable colega polaco, el Vaquilla. A partir de ahora
los dos serán uña y carne, algo así como Casillas y Xavi
Hernández, un ejemplo, pero en una época en que los polacos y los
gatos no mezclaban ni en la selección de fútbol.
Lo
primero que se les ocurrió hacer juntos al Pipín y al Vaquilla fue
fugarse. Y lo hicieron a lo grande, como tiene que ser, saltando la
valla metálica que separaba el patio de su módulo del foso del
recinto un día de niebla muy cerrada y subiendo a continuación a la
garita del guardia en el último muro, siempre vacía en esta zona, y
desde ahí arriba, de un salto, a la calle, a confundirse con los
familiares que salían de las visitas del sábado y que todavía
tenían que pasar el control de la Guardia Civil en la carretera de
acceso.
Fue
una amistad intensa pero corta, como cortas pero intensas fueron las
vidas de estos dos jóvenes ejemplares. Aunque una más corta que la
otra, la de Pipín.
El
caso es que el Pipín, por cierto, diminutivo del Pipa, que era su
padre, invitó al Vaquilla a su habitual escondite en el Parque de
Orgaz, el apartamento de unas amigas que, cuando no las financiaba el
Pipín, y en el talego apenas si sacaba para tabaco, se apañaban
traficando con el sexo, o sea, que se follaban a todo el barrio a
cambio de pasta, lo que comúnmente se llama matrimonio, aunque en su
caso era comercio libre de impuestos. La Claveles y la Paty, las dos
churris del Pipín, habían oído de su fuga por la tele y los
estaban esperando. Antes de llegar, los fugados se habían hecho una
gasolinera que les pillaba de paso y comprado en La Celsa unos pocos
gramos, para resarcirse de la escasez del talego e invitar a las
churris.
La
orgía de esa primera noche fue suave, o sea, un colocón de muerte.
Y
al día siguiente había que trabajar para poder continuar la fiesta.
La colaboración mejoraba de día en día, no había conflictos entre
ellos y la Claveles y la Paty tampoco pedían más.
Pero
el horizonte de un joven siempre es abierto e infinito, cuanto más
si son dos. Era verano y se fueron a la playa, a la Costa Brava, o
sea, a Salou.
–Vosotras
os quedáis, que vamos a trabajar –ordenó el Pipín a sus churris,
que ni rechistaron.
Lo
que no calculó el Pipín fue que dejaba atrás también su
territorio y que comenzaba a operar en un lugar ajeno, con las
dificultades que eso acarrea. Estaba en manos del Vaquilla, más
zumbado que un lejía en el Rastro de Madrid. Todo lo que estaba a su
alcance lo quería para sí, lo cual comenzó a estar reñido con el
código de La Ventilla en el que se había educado el Pipín.
Así
ocurrió que, en uno de los muchos palos inútiles y sin planificar
que daban aquí y allá, más que nada para mantener la fama de loco
que se estaba ganando el Vaquilla entre sus allegados, y antes de que
el Pipín tuviera la oportunidad de poner tierra de por medio, se
encontró pegando tiros contra una lechera de la pasma mientras el
Vaquilla, mejor orientado, salía por patas.
Para
el Pipín no hubo pira posible y terminó abatido a tiros por los
maderos, que no les gustaron nada los impactos de bala en su coche
nuevecito. Iban cuatro en la lechera y cada uno le pegó un tiro de
gracia después de que el Pipín terminase sus municiones.
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