MaryMar
Me
llamó la atención el cuadro que me ofrecía la mañana: un anciano
se apoyaba en su cachaba para caminar y cubría su cabeza con una
boina sin capar, o sea, con el rabiche tieso. Y a su lado trotaba un
chucho más antiguo que el amo y mucho más feo. Los vi de lejos. Yo
circulaba con mi silla por la acera del sol, camino de la piscina de
El Carracal, por la Avda. de Alemania, y los dos venían hacia mí.
Cuando
por fin llegué a su altura no pude menos que saludar.
–Buenos
días, buen hombre –dije yo, dirigiéndome al viejo, y se me
ocurrió añadir, después de intentar acariciar al perro, que no se
dejó, huyendo al lado contrario de mi silla– Este perro es muy
asustadizo, ¿no lo pegará usted?
¡Pues
para que quieres más!
–¡Cagüental!
–me contestó el viejo, golpeando no pocas veces con su cachaba
sobre la acera– La primera persona que me saluda en este pueblo y
me quiere enseñar a criar perros. ¡Cagüental! No voy a
acostumbrarme nunca a la capital. En mi pueblo todos los paisanos me
conocen y me saludan todos. Y no me insultan, desconfiando de mí. –y
añadió, buscando con la cachaba al chucho, que continuaba lejos de
mi alcance– Sultán, báilale un pasodoble, a esta señora tan
metomentodo.
Y
el perro se vino hacia mí, se puso de pié sobre sus dos patas
traseras, me ofreció su mano derecha y comenzó a girar sobre sí
mismo agarrado a mi mano: parecía una de esas bailarinas sobre hielo
que no se cansan nunca de dar vueltas.
Yo
me reía con ganas. Este perro era un verdadero cachondo, pero estaba
claro que se sentía fuera de lugar, como el viejo, eso era lo que yo
había confundido con miedo.
–Perdone,
señor, si le molestaron mis palabras. Sólo pretendía ser amable.
–¡Mecagüental!
Mi perro y yo te estamos muy agradecidos. Eres la primera y única
persona que nos ha visto en esta calle, ¡cagüental! Y eso que
caminamos como siempre, con la cacha y por el sol. ¡Cagüental! No
nos vamos a acostumbrar nunca al extranjero.
Y
los dos continuaron su paseo y yo continué rodando hasta la piscina.
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