La harmónica
Hoy era El Día. En un cuartucho sucio de St. Patrick, Eugene fundía su harmónica en cálidos sollozos metálicos. Al apretar su esa pequeña cajita horadada las yemas de sus dedos de caoba se mezclaban con el rojo de su sangre y a través de los orificios broncíneos escapaba un viento hinchado de emociones. Provenientes de su corazón nostálgico, las notas empapadas surcaban el pequeño espacio desde la cama al sofá y se anclaban en los oídos embelesados de Clara. Sus ojos azulados no pestañeaban al fijarlos en los párpados cerrados de su intérprete y en el leve movimiento repetitivo de adelante hacia atrás con que Eugene marcaba el ritmo de su trance nostálgico. Justo en el momento en que la última nota plañidera planeó sobre el polvo de la habitación, la tetera hirvió con su chillido estridente. Corría el año 1956 y una chica blanca salía de una alcoba pobremente amueblada en dirección a una cocina miserable para servirle un café a su amado. Luego atravesaban varias calles bajo ásperas miradas recelosas hasta llegar a la sala de espera de un auditorio, cercados aún por las mismas ojeadas. En la Norteamérica de ese entonces la enemistad reglada del ajedrez debía mantenerse a como diera lugar. Aunque ahora una melodía parecía destruir esa realidad encasillada por colores humanos. Clara se levantó de la silla con los pómulos húmedos y vio como el conmovido jurado aplaudía, al tiempo en que su presidente, un viejo palidísimo, estrechaba su mano blanca en la oscura mano de su amado.
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1 comentario:
A ese Augene y a esa Clara los veo por Lavapies a menudo. Ahora tocan los dos y no tocan mal y no ganan premios.
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