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De la mano

Imagínense una mujer de la mano de un castaño. Lo lleva sobre una maceta con ruedas. Lo protege del viento fuerte, pasean juntos cuando llueve. Imagínense las burlas de las gentes. Está loca de atar, lo que hace la soledad. (He oído a alguien llamarla pervertida). Pero ella sabe lo que hace, créanme. Su historia surgió un otoño. Encontró un erizo de castañas mientras paseaba. Lo sembró, esperó a que germinara, lo protegió de las heladas. Creció, hubo que trasplantarlo. Más tierra, más agua. Empezó a sacarlo a la calle. Lo llevaba cerca del río a que sintiera el templado olor de su árbol progenitor y el resuello húmedo de la parentela vegetal. Ciertamente, era un castaño sin nombre (sin papeles). Probablemente ignoraba que era un árbol, pero se sentía afortunado. Claro que la gente hablaba cada vez más, manifestando incomodidad por las extravagancias de esta señora, el mal ejemplo que da a las criaturas, gente así debía estar encerrada por el bien de todos. Ella no perdía de vista al castaño. Algunos chiquillos comenzaban a tirar piedras al extraño dúo. En una ocasión, un chaval dio una patada al árbol, desparramando la tierra de la maceta. La mujer daba manotazos en el aire, como si espantara una plaga imaginaria de insectos. El castaño aguantaba el tipo. Una tarde, la mujer lo dejó a la entrada del consultorio medico, varios adolescentes comenzaron a quemar el ramaje del árbol con un periódico. Cómo molaba el crepitar del engendro. Era divertido molestar a la solterona. En realidad, no hacían daño a nadie, sólo era un trozo de leña. Cuando la mujer salió del ambulatorio se encontró un desnudo tronco ennegrecido. Le llevo a casa, le roció durante días y noches con diminutas gotas de agua. Parecía el fin. Pero en unos meses asomaron los primeros brotes. Hoy van de la mano.

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