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JONÁS

Babas pestilentes rodeaban el cuerpo de Jonathan Noelberg, fastidioso asunto que confundió al médico que atendió la necropsia.
La mayoría de sus huesos estaban fracturados, pero sin un sólo rasguño en la piel; le habían extraído sus órganos internos, a la usanza egipcia al embalsamar sus muertos. Politraumatismo y muerte por asfixia, dictaminó.
A las nueve abordó el metro hasta el otro extremo de Nínive, lejos de la costa, donde no resonaba el lúgubre y fastidioso canto de las ballenas.

Se halló la siguiente página en su portátil donde la policía espera hallar luces sobre su muerte:


“Entonces allí, visité las edificaciones. Largos corredores finalizaban en puertas roídas y, tras ellas, como animales arrinconados, sucias camas deshechas, azuladas las paredes por el llanto de pantallas de televisores y computadores conexos a Internet, convulsionados los resbalosos pisos por tremores que brotaban del centro de la tierra.
“Y las personas que entreví en la sombra y bajo mantas, estaban tan aleadas al entorno que parecían efigies congeladas, como un ruido más, entre aquellas galerías, donde el tiempo era un eco atronador de risas, ayes, murmullos y sollozos.


“Oí frases molidas, palabras rotas, en aquel remolino vivo y oscuro y, mientras traté de comprenderlas, tuve la atroz revelación que consigno aquí, mientras se agigantaban los tremores y el olor nauseabundo: ¡yo, no ellos, era la víctima de aquel laberinto convulsivo; ellos hacían parte de él...!”.

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