El tío y el sobrino

José Luis
Había una vez dos hermanos que se querían mucho. Uno era minusválido, el más pequeño, y sus movimientos siempre habían sido muy originales, tanto al caminar, que no caminaba y utilizaba silla de ruedas, como al hablar, que había que escucharle para entender lo que decía, o cuando miraba, que era un lince.
Y el minusválido, como las mujeres suelen pedir tantas explicaciones, pues le daba vergüenza salir con ellas y se había quedado soltero. El hermano mayor, sin embargo, no tenía estos problemas, se había casado e iba a tener su primer hijo.
Y le preguntó a su hermano minusválido si quería ser el padrino. Estos compromisos existen en todas las familias, pues nadie mejor que un tío para enderezar a los sobrinos que se tuercen, que suelen ser todos los sobrinos desde el momento mismo de nacer.
Por supuesto que el tío aceptó apadrinar al niño, pues se sentía, por su proverbial perspicacia, muy valido y muy capacitado para la tarea.
Por fin llegó el día del bautizo y el cura se quedó de piedra porque nunca había visto un padrino tan original como el hermano del padre del catecúmeno.
Como a ninguno de los presentes les parecía raro aquel padrino, incluido el sobrino mismo, que era el único no cristiano de entre todos ellos y que por eso lo llevaban a bautizar, el cura se creyó en la obligación de intervenir.
Preguntó por los padres de la criatura y se identificaron el hermano mayor y su mujer. Cuando el cura les preguntó que qué era aquello, ellos contestaron humildemente que un bautizo. “Eso”, insistió el cura, señalando al hermano minusválido. “Eso es el padrino”, contestaron los dos con igual recogimiento.
“Pero, vamos a ver, ¿su hermano es consciente del compromiso que contrae?” El cura había perdido del todo la paciencia y estaba levantando mucho la voz. Tanto fue así, que el hermano minusválido se enteró al fin de lo que estaban hablando en aquel aparte.
Y tomó la palabra, con la consiguiente confusión, pues ya se ha dicho que al hermano minusválido sólo le entienden los que le escuchan. Y el cura no escuchaba.
Lo que dijo no fue breve: “No sé usted, señor cura, pero mi dios es el de los limpios de corazón y el de los presos y el de los pobres y el de los enfermos y el de los tullidos y el de las prostitutas y el de los leprosos y por ahí”.
“¿Qué ha dicho?”, preguntó escandalizado el cura, pues no se había dignado escuchar. Y el padrino volvió a repetir su credo, solo que mucho más enfadado ahora. Y añadiendo al final que había repetido su fe para que nunca la volviese el cura.
“¿Pero entiende su compromiso con el catecúmeno y con la iglesia?”, volvió a preguntar el cura, dirigiéndose al hermano mayor. Este, como siempre ha escuchado a su hermano, pudo traducir lo que había dicho, resumiendo mucho: “Ha dicho que sí”, tradujo para el cura.
Por fin empezó el bautizo y el hermano mayor prefirió coger él mismo al bebé mientras el cura le echaba el agua, no fuera a ser que al hermano se le escurriera el crío con los espasmos y lo golpease contra el fondo de la pila bautismal. Y para que quieres más si sufre algún desperfecto el mueble, con semejante cura. Su hermano minusválido estuvo de acuerdo. Y por fin se terminó el bautizo con bien.
Luego hubo un pequeño refrigerio para la familia y el minusválido estaba contento, pues el cura no había conseguido distraerlo de su compromiso de meter en cintura al sobrino para enseñarle de qué va esto.
Este cuento lleva una moraleja: hay que comprobar la preparación de una persona antes de darle cualquier responsabilidad y no confundir al pastor con los que llevan sotana.

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