

Rosa y adredista 0
Ignacio comenzó a beber con los amigos en el parque. El kalimocho desataba la lengua de todos después de unas cuantas rondas y el tiempo no pasaba en balde, se llenaba de risas. Muy pronto Ignacio no tenía otro deseo durante la semana que la llegada del viernes. Soñaba con ansiedad con las risas de los colegas, con la camaradería de los colegas. Entre ellos se sentía protegido. Los viernes y los sábados llegaban a su hora semana tras senmana, los colegas tampoco se retrasaban y la noche se hacía inolvidable para todos. Incluidos los vecinos del parque, que no dormían a causa de sus risas. Ignacio terminó enamorándose de Mª Carmen en estas noches del parque. Al principio, a Mª Carmen le hacía mucha gracia la euforia de Ignacio y su humor, pero después de muchos viernes de botellón y de muchos lunes de resaca, ella observó que el Ignacio que le gustaba no existía más que en el parque, bebido, y que desaparecía durante toda la semana. Mª Carmen fue la primera mujer que lo abandonó. Hoy, quince años después de las primeras borracheras y después de quince mujeres o más huidas de su lado, Ignacio también echa cada vez más de menos al Ignacio del parque. El problema es que ya no tiene con quien compartir el kalimocho y bebe solo, pero todos los días, no puede esperar al viernes, necesita al Ignacio del parque a cada instante para no tener que soportarse sobrio y aburrido y amargado y ansioso. Pero borracho y solo no se reconoce, y necesita beber mucho más todavía para olvidarse también de que está solo.

Peva
Joder, qué putada. Hoy he venido, como casi todos los días, a la sala de informática y he puesto a funcionar este cacharro como todos los días. Lo he encendido dispuesta a escribir todo lo que me pudiera dar de si mi cabeza. Encendí la máquina tan contenta y tan convencida de que aquí me esperaban mi carpeta y mis archivos o como coño se llame, dispuesta a continuar con mis cosas. Por más teclas y más órdenes que daba, allí no salía nada de nada de lo mío y a mi me han empezado a entrar unos sudores de lo mas horrendos, casi lloro, porque perdía muchos días de escribir aquí, en este cuarto con un montón de gente, lo cual para mí es un poco complicado porque me cuesta concentrarme y, además, no paran de hablar, oye, que me parece lógico, pues esta sala de ordenadores está montada para personas como yo y como tú, que nos gusta aprender y no quedarnos como la abuelita, la pobre, sentadita en el porche haciendo punto y hablando por los codos con sus vecinas, todas como ella contando batallitas de los tiempos de maricastaña cuando todos los vecinos se conocían y por tanto se podía dejar la puerta del hogar de par en par. Porque lo que es ahora, como te descuides un poco, te puede llegar un pirata de Internet, uno de esos virus, y con todo el descaro del mundo y en un momento borrarte las 10 paginas de pensamientos y experiencias tuyas y sólo tuyas, difíciles de recuperar y, además, el trabajo de semanas de quedarte en casa sin salir, que no me importa, porque he aprendido a darle al teclado con cierta soltura y me gusta escribir, pero en esos folios había volcado parte de mi de mi vida, que aunque en esta jodida casa no le importe a nadie, importa a mis amigos y a mí. Desde luego, yo no seria capaz de borrar a nadie nada, y menos a un compañero. Pero ya veo que aquí hay gente que la palabra ¡compañerismo! ni la huelen. Vamos, que no saben ni cómo se escribe. Como decía un amigo mío, tiene que haber gente mala para que se distinga de la gente buena, y así conocer mejor a todos, por el comportamiento y hasta por el movimiento. Lo que he dicho aquí ha sido un desahogo. Y ahora debo olvidarme del, digamos, pequeño percance, dar por perdidas mis notas y aprender de mis errores para no equivocarme de nuevo y poner medidas, como estoy poniendo. Pero lo dicho, que ya he comprobado que aquí el compañerismo no se conoce mucho, como otras cosas más ¡y punto!
CUENTO INFANTIL
Isabel
Érase un niño y una niña que eran hermanos. El niño era el mayor. Estaba al cargo de cuidar a su hermana. Su padre era jugador, o sea, se pasaba el día apostando en el canódromo. Unas veces ganaba y otras perdía. Su mujer era doctora en pediatría, y era muy buena, y la querían por su buen hacer. Tenía buen carácter y mucha personalidad. Su hijo se llamaba Juan y su hija Marisol. Iban al Colegio y eran buenos estudiantes los dos; sacaban buenas notas. En el Colegio conocían a un chico que tenía un reloj de cadena que hipnotizaba a quien lo miraba, cinco minutos. Ya que estaban en trance, él les hacía bailar, cantar y se les ponían los ojos dando vueltas. Como culminación del acto de magia, les hacía hacer el pino Todos los hipnotizados hacían el pino. Juan y Marisol, que eran muy sagaces, pronto se dieron cuenta de que sólo cuando los chicos traían monedas en el pantalón, el hipnotizador preguntaba con voz teatral Señoras y señores ¿Queréis que nuestro artista invitado ejecute el pino? A continuación, el chico se ponía patas arriba y las monedas rodaban por el piso y todos se lanzaban a por ellas. Los dos hermanos también cayeron en la trampa: estuvieron cinco minutos hipnotizados. No les gustó nada aquello, se sintieron ridículos y sin el dinero que su madre con tantos trabajos les daba para gastar y que muy pocas veces lograba librar del padre apostador. Se lo contaron a su madre y ella les aconsejó que no miraran el reloj cuando su amiguito lo sacara, para que así pudieran seguir manteniendo su amistad. Así lo hicieron, aunque dejaron de asistir a los actos de hipnotismo, y con el tiempo se distanciaron. Muchos años después, se sorprendieron porque su compañerito hipnotizador era un famoso representante en la Asamblea Nacional. Algunos aseguran que ha perfeccionado el acto del pino y que hipnotiza con otros métodos desde que perdió su bonito reloj de cadena. Encabeza el comité encargado de impedir que los ahorros de madres como la de Juan y Marisol vayan a dar al pozo sin fondo de las loterías y casinos. Lo que no ha variado un ápice es la manera como da inicio a una sesión de trabajo:
—Señoras y señores ¿Queréis que…
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