Alicante, amor

Carmen
Aquel verano yo no veía la hora de marchar. El larguirucho de Luis no terminaba de organizarlo todo, incluso tuvo que hacer dos viajes. Isaac y Elena, entre nuestros asistentes más veteranos, ya no nos acompañaban. Los despedimos, con su simpático bebé, e iniciamos viaje camino a La Mancha, mirando olivos, vides y campos pajizos. Habíamos dejado atrás Tarancón, y al llegar a Montalvo, en la primera parada, la pobre África dio un traspiés y se lesionó un tobillo. En fin, las colonias sin incidentes no serían colonias, es una tradición. Para relajar el ambiente, las hermanas Tercero llevaban la gigantesca pistola de agua para empaparnos a todos. Hasta que alguien consiguió arrebatársela y la mojadura fue para ellas dos.
Llegamos al hotel, llamadas a los familiares… y primer fallo: hay que quitar los apoyapiés de las sillas de ruedas porque no entran en el ascensor. ¿Cuándo se nos tendrá en cuenta a los diversos funcionales a la hora de proyectar edificios?
Al día siguiente, domingo, ni dios pudo librarnos de la misa. Eso sí, en un templo muy “madrileño”, la Almudena. No sin razón dicen que Alicante es el puerto de Madrid. La iglesia sí tenía rampa, que sin cojos no suele haber milagros que vender aquí. Llamó mi atención un pastiche del Bautismo de Jesucristo y un pater congoleño que nos hablaba de la obligación de ocuparse de los problemas del prójimo. Yo intenté contarle nuestras necesidades, pero tenía mucha prisa.
Los días de colonias son de locura, por eso me gustan tanto, de no parar. Por las mañanas solíamos ir a la piscina del hotel, por lo menos un remojón al día, en la piscina o en la playa, incluso íbamos hasta la playa de Benidorm, que parece Manhatan, todo rascacielos y hoteles y tiendas de reclamo.
El martes fue un día de especial agitación, cogimos los bártulos y embarcamos en coche a Terra Mítica, el parque de atracciones. La locura es aquello: el gran tren bravo, una montaña rusa pequeña con varias curvas, los rápidos, las canoas con raíles sobre canales acuáticos que te daban un buen salpique al caer y, por fin, el Coliseum, una montaña de cerca de un kilómetro y medio. Tenía rampas para aburrir, o sea, para divertir, ¡ay, qué miedo, otra curva! Nos pusieron muchas pegas para que subiera Manolillo, es muy pequeño y se imaginaban que se podía escurrir del asiento y lo podíamos perder, pero convencimos al personal. Yo doy el tamaño, pero lo que me falta es valor. Tenía tanto miedo que Gustavo –el nuevo fichaje para asistirnos– se tuvo que ocupar de mí.
–Tú no tengas miedo, tú tranquila –me decía.
Al final monté en todo. Menos en la lanzadera, que me parecía demasiado caer desde tanta altura al agua, a pesar de que el agua y yo somos como dos gotas de idem. Descansó un poco nuestro estómago, y sobre todo los asistentes, en el circo romano, con caballistas y gladiadores haciendo el ganso.
Otro día fuimos a Calpe en barcaza de paseo. Nos estropeó la aventura el encargado de aquel cacharro, un tipo impresentable que se pasó todo el viaje protestando porque tardábamos mucho en subir y, suponía que, en bajar. Un mal tipo ese barquero, que no ha podido borrar de mi memoria aquella brisa de Calpe, su olor húmedo a mar y redes…
Por supuesto, también fuimos a Elche, al palmeral y al Huerto del cura, ese jardín tan singular, con palmeras tan espectaculares, sobre todo una, llamada Emperatriz Sisí o poco menos, de innumerables troncos, por lo menos ocho, un árbol imposible, con ortopedia, o sea, una palmera en silla de ruedas.
En la playa de Los Arenales del Sol era muy trabajoso meter las sillas en la arena, muy mal la adaptación, menos mal que había algunas maderas. Yo lo paso bomba en las colonias si hay playa. El único pero es que nos juntamos tantos cojos en estos viajes que todo se hace demasiado lento, entrar, salir, tomar un café, todo son dificultades, y faltan asistentes y no tienes tiempo de ver la ciudad.
Los asistentes eran pocos, pero su entrega fue de chapeau, siempre atentos y cariñosos, dispuestos a darte cualquier capricho, y que todos nos ayudaban en lo que podían: si uno tenía un sello, una postal… una gran camaradería entre todos. Los asistentes apenas podían comer, trayendo y llevando la comida para los cojos. Un día, viendo la entrega de estos chicos, les regalamos unos pantalones, a ellos, y un bolso, a ellas, a escote.
Todavía tuvimos tiempo para montar en barca de pedales y para visitar el hermoso paseo de la explanada de Alicante, donde yo retozaba de niña sobre sus finas teselas, tan hermosas, con tres hileras de palmeras.
En fin, que tendremos que seguir floreteando o sableando a Luis Alcoba y a la Comunidad de Madrid, porque estas colonias son preciosas y fueron siete días bien movidos.

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