Desvalido

Carmen
Hace algunos años, al principio de estar yo en esta reserva india, o sea, el CAMF, íbamos un grupo de “toros sentados” de aquí, de Leganés, hasta el pulmón de Madrid, o sea, El Retiro, con un grupo de voluntarios de la asociación Aser Ayuda Internacional (así o parecido, que no sé cómo se llama). Después de algún forcejeo en la cocina para encargar comidas y demás, cogimos los bártulos y nos largamos, cada uno con sus problemas y miserias pero con ánimo de pasarlo bien.
Por fortuna nos dejaron la furgoneta del centro, adaptada, lo que facilitó bastante el viaje. Como conductora iba Juana González, mujer madura con gafas, pelo negro no demasiado largo y que también le gusta escribir.
Iban también tres o cuatro jóvenes: Mª José, muy joven, que luego acabó haciendo terapia ocupacional, (rehabilitar las manos de los cojos), Miguel, moreno, bajito y con tendencia al desánimo, que luego emigró a Londres, David, rubio y alto, y Cristina, con una melena negra de marear. Residentes íbamos, yo, por supuesto el burro delante, más Víctor, que llevaba una silla eléctrica con mando en la boca, las piernas muy estiradas y los brazos y las manos de adorno, muy joven (hace poco se lo llevó una neumonía), Paco, el rostro lleno de cicatrices, gordo, moreno, un pasado de película y con un accidente que lo dejó un poco chafado ante la vida, nos dio un susto escapándose con su silla eléctrica, Luis, de voz extrañamente asmática, rubio, gordito, que lo llamamos Barba Roja y Barby, su cojera progresiva hace que ya apenas hable, las manos también cerradas, y José Luis, delgadito, espástico, su maldita esclerosis le truncó la carrera de Telecomunicaciones, apenas habla.
Después de dar un corto paseo acampamos cerca de un kiosco de bebidas entre altas secuoyas y palomas grises. Los asistentes voluntarios tuvieron que romperse un poco el cráneo para adivinar si nos correspondía dieta blanda o normal, o lo que queríamos beber, si requeríamos o no paja para beber, en fin, lo normal. Al poco rato de estar allí, me saludó un chaval moreno lleno de tatuajes y con aspecto de ir hasta el culo de drogas. Creo recordarlo de alguna expedición a Lourdes. Alguien hablaba de la necesidad que tenemos cada uno de salir del centro.
Pero cuando ya nos marchábamos se nos acercó un extraño personaje con una furgoneta blanca.
–Por favor –dijo, con acento argentino–, ¿pueden darme unas monedas para dormir? –No molestes, por favor, aquí sólo viajamos pensionistas no contributivos. Vaya a algún albergue de la Cruz Roja, allí le atenderán –hablaba con uno de nuestros asistentes.
Jamás había visto a nadie tan desvalido, la espalda desnuda, tirantes y pantalón de chándal grises, una media melena muy descuidada y cubría en parte su cuerpo con un periódico. Su extrema delgadez contrastaba con la gordura de las palomas.
–Por favor, vine a España y no tengo trabajo. Tengo el SIDA. Hacen una labor muy encomiable. Por Dios, ayúdenme.
–Ya le he dicho que no podemos hacer nada. Vaya a dormir a un albergue municipal. Déjenos trabajar.
Montamos uno a uno en la furgona ayudados por el elevador. Tuvimos alguna dificultad para sentar mi gordo culo en la butaca, pero me comía la pena de no haber podido ayudar a aquel pobre señor.
¿Qué habrá sido de él?

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