Un baño en el mar

Carmen
Ionel Danciu me hizo caso por fin. Tanto había cacareado yo que me quería bañar en el mar, que mi Ionel accedió al capricho. La última vez que había conseguido que las olas me mojasen el culo fue en una playa cerca de La Manga. Había flotadores de sillón, que te sientas y parece que estás en una hamaca, mecida por las olas. Pillé uno y allá que me fui. Me empujaba un brasileño muy guapo y el gran Willy Negrete. Había demasiado oleaje para estar tranquila en semejante artilugio. Fue dejarme sola y la primera ola me volcó, el flotador encima de mi culo y yo hundida boca abajo. No podía ni pedir auxilio. Menos mal que mi brasileño estaba cerca y no tenía novia que lo distrajera. Para volver a sentarme sobre aquel trasto tuvo que destrozarse los riñones. Con el susto se me quitaron las ganas de bañarme otra vez y me fui de aquella playa con la sensación de que jamás volvería a intentarlo. Habían pasado más de cinco años desde aquello, hasta que el viernes el rubio Ionel, el Forniche según el gran Willy Negrete, se apiadó de mí. Él me comprende porque también es pez y no sale del agua. Se metía en el mar a la menor oportunidad y ya no estaba para nadie. Tanto me había oído hablar de mi deseo de abrazar el mar que, por fin, el viernes, en la playa de La Arena, cerca de Solórzano –donde acampábamos la excursión de cojos que hemos conseguido escaparnos de la residencia por unos días– movilizó a todos los tiarrones que había en la playa, entre ellos el gran Willy Negrete otra vez, que aún recuerda el desastre de hacía cinco años en La Manga y era remiso, y entre todos consiguieron arrastrar mi silla de ruedas hasta el borde mismo del mar. Allí no sé cómo lograron subirme a un enorme flotador, que más parecía una rueda de tractor que otra cosa cualquiera. Me caía de semejante trono, las piernas me dolían porque estaba muy doblada, pero Ionel consiguió que aquella rueda entrase en el agua y yo encima de ella. Antes, Ionel se había desinflado sus pulmones para inflarla. Dentro del agua, ya me colocaron más cómodamente. Estaba en medio del mar y con las olas acariciándome el culo, por fin. Cuando perdí el miedo y ellos lograron colocarme mejor, ya podía yo hasta cambiarme de postura. Lo había conseguido, era lo máximo. Aquí estaba otra vez la ballena que yo soy lanzando mi mensaje, mi grito de socorro a todas las ballenas. Yo amo tanto el mar porque me escucha, escucha mis lamentos. Allí estaba la ballena rodeada de sus cuatro arponeros buenos. Me manejaban mar adentro mejor que en tierra, uno se ponía a mis pies y empujaba el flotador para acá, otro, a mi cabeza, lo empujaba para allá, el de mi izquierda lo empujaba hacia la derecha y el de la derecha, hacia la izquierda, y yo me reía feliz y capeaba el temporal chapoteando con las manos todo lo que podía. Afortunadamente, el oleaje no era de marejada y nuestro juego transcurrió sin más sobresaltos. Se me quedaba la carne de gallina porque ya estaba atardeciendo, pero hubiera aguantado otras dos horas. En fin, en el mar no pesamos tanto los cojos, que la gravedad es muy cruel con los que tenemos las piernas flojas. Para salir, me tuvieron que arrastrar, tirando de mis brazos cuando el flotador ya hacía fondo, hasta varar en la arena a la mismísima ballena que un momento antes habían conseguido fletar. Y allí quedé tumbada sobre la arena, haciendo de rompeolas, hasta que entre los cuatro me subieron a mi odiada silla otra vez. El esfuerzo fue mayúsculo y mis asistentes terminaron los cuatro con lumbalgia. Otra tarde de baño y los mando al traumatólogo. No es broma el trabajo que tienen que hacer nuestros asistentes. Por desgracia, muy pocas playas tienen adaptaciones sobre la arena. Tres mil kilómetros de costa en este país, prohibidos para los diversos funcionales.

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