Cagado de miedo

Víctor y adredista 0
Desde aquel verano, no me gustan los muertos. Menos mal que los entierran y se quedan en el cementerio. En la sementera se había sembrado la mano contra Badajoz y las tierras alrededor del cementerio estaban de trigo. Mi padre, algunos días de verano, me llevaba a acarrear la mies para la trilla. Me llevaba, sobre todo, en el segundo carro. –Para que no se duerma tu hermano, me decía. Y me levantaba a eso de las cuatro o las cinco de la mañana, después de descargar en la era el primer carro. El caso es que les hacía compañía, y yo aprendía lo que es el trabajo, aunque nunca me atrajo especialmente. El campo sí me gustaba. Mi padre tenía una buena pareja de mulas, la Torda y la Gallarda. Pero aquella noche no había luna. Desde lo alto del carro apenas lograba ver la dirección del camino, pero las mulas conocían bien el terreno y no se perdían. La tierra que íbamos a acarrear no estaba lejos del cementerio, por supuesto, en unas lomas. Desde estos altos se verían las tumbas, si no fuese de noche. Mi hermano y mi padre se valían solos para cargar el carro. A mí me llevaban un poco para darles guerra, pero sobre todo para coger las espigas que dejaba la horca de mi padre, o sea, para arrastrar. Comenzaron a cargar la mies y a mi me dejaron, como siempre, en mi silla de ruedas, en medio de la tierra y con el rastro como única defensa contra la oscuridad de la noche. Yo procuraba no alejarme del carro y coger las espigas que podía.
–Tordaa, sooo, –gritaba mi hermano a la mula– que pronto saldrá el sol y se irá el mochuelo. Y le decía a mi padre: – No están tranquilas las mulas, sobre todo la Torda, no sé qué pasa. –Es el mochuelo, sentenciaba mi padre. Yo también tenía miedo, pero no sabía muy bien a qué. La noche era oscura como los sótanos del infierno y me estaba quedando muy lejos del carro. Alcancé a ver, fue un segundo, que mi padre tiraba la horca y salía corriendo. Las mulas ya no hacían caso de las voces de mi hermano y se iban decididas en dirección del camino. Cuando mi padre alcanzó el caro, se colgó de la malla llena de mies, pero no conseguía ponerse delante del tiro. Las mulas no paraban y yo, en medio de la tierra, apenas alcanzaba a ver el carro. Sólo oía las voces de mi padre y de mi hermano, que me asustaban aún más. –Papá, gritaba desesperado, pero nadie me oía. Me daba tanto miedo la cercanía del cementerio que no había mirado para allí en todo el rato. Pero de pronto, ahora, solo y aterrado, se me ocurrió volver la cabeza hacia el pueblo. Y allí, en el bajo, lo primero, se distinguían apenas las tapias del cementerio. Pero, entre las tumbas, comencé a distinguir como velas encendidas que se movían de acá para allá, como una procesión de velas que en cualquier momento podía salir de entre las tapias y enfilar la cuesta que separaba el cementerio de donde yo estaba, sentado en mi silla de ruedas. No podía salir corriendo, evidentemente, pero sí podía mearme encima. Y me meé. Eran las mismas velas que habían espantado a las mulas. Cuando, pasado un buen rato, mi padre y mi hermano volvieron con el carro, las mulas ya se habían serenado, pero yo no encontraba la manera. Primero me meé, pero ahí no quedó la cosa, que cuando el miedo aprieta, aprieta sobre todo en el vientre. Y hiede cuando revienta.

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