El cuerpo de Ana

Laura y adredista 1
Ana ya no se acuerda de cuando tenía una figura esbelta, sus quince años están muy lejos. Conservó una fina silueta hasta su boda, y comenzó a perderla con su primer embarazo, Aquel fue un punto de arranque que no se detuvo con el nacimiento de su primer hijo, un niño inquieto y agotador. Ana siguió engordando sin apenas darse cuenta. Su marido le avisaba con frecuencia. “Debes cuidarte más”, advertía. Ana escuchaba el consejo, pero no asimilaba el sentido de aquellas palabras.
Cuando nació su tercer hijo, Ana estaba gorda de enfermedad. Empujada por su marido, aceptó visitar al endocrino. Decide utilizar el transporte público, escoge el metro y procura hacerlo a una hora prudencial, que le permita dejar arreglada la casa y que los vagones no estén abarrotados. Aún así, encuentra bastante gente en la estación.
El metro viene con algunos asientos libres y nada más subir al vagón se dirige a uno de ellos. Pero se para en seco, calculando penosamente si podrá sentarse, dadas sus dimensiones. Está segura de que el pasajero sentado junto al asiento libre ha pensado lo mismo. Es un señor de mediana edad y por su aspecto parece una persona educada, aunque se ha puesto un poco nervioso. El buen señor amagó con levantarse para que Ana ocupase los dos asientos, pero se arrepintió porque era una forma velada de llamarla gorda. Y ahora no sabe qué hacer, pues seguir sentado es exponerse a que la gorda señora se le siente encima.
Mientras da vueltas a sus dudas llega la próxima estación y el viajero decide bajarse. Ana también lo hace, y mientras sube lentamente en la escalera mecánica, justo detrás del tímido señor, se dice a sí misma: “Cumpliré a rajatabla todo lo que me diga el endocrino para adelgazar, no me puedo permitir asustar a la gente con mi gordura y mucho menos quedarme con las ganas de ocupar un asiento libre.”

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