Mirar

Víctor
Dejé de ser niño el día que, con gran esfuerzo, metí la barriga para que me valieran aquellos malditos levi’s. Mi hermana se extrañó, pero me apretó otro agujero el cinto.
Antes de aquel día, ya me había hartado de mirar las piernas de sus amigas, más todo lo que alcanzaba a ver, o sea, las bragas. E incluso las tetas, cuando se inclinaban sobre mi silla para saludarme.
Pero ahora lo que quería era que ellas me mirasen a mí.
Yo siempre había presumido de tener la hermana más guapa del mundo, pero comenzaban a interesarme más sus amigas, que no se quedaban atrás. Estaban de muerte, sobre todo Pepi, una rubia de melena lacia que cuando se inclinaba sobre mi silla me abrasaba los ojos con sus cabellos de fuego.
Para que me mirase mejor Pepi me había comprado yo los levi’s, más una camiseta estampada con los ojos de un lince, que así sentía que eran los míos cuando ella se ponía a tiro.
–¡Qué guapo estás! –me confesó Pepi la mañana que los estrené, los pantalones– ¡Cómo me gustan esos ojos!
–¿Los míos o los del lince?
–Me gustan los gatos, Víctor, pero tú me miras como un ternero –y se echó a reír.
Y yo me dije aquel primer día que tendría que entrenar otras habilidades, además de apretarme el cinto. Comencé a entrenarme con miradas de gato.
–Ahora me miras como un besugo –me dijo al poco tiempo de aquello Pepi, a la puerta de mi casa.
Yo no perdí la esperanza. Si el entreno me había cambiado los ojos, los gatos estaban a mi alcance.
Pasó el tiempo y Pepi se casó con un idiota. Para entonces yo tenía mirada de gato, pero ella había dejado de ser niña y le gustaban los terneros.

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