Sentada del 3 de junio de 2010

LA ESTACIÓN
AnaBelén
Ismael es un joven deportista que sale a correr cada mañana por el parque de su barrio y alrededores.
Un día se fijó en una mujer sentada en un banco con un libro entre las manos. Su silueta joven, concentrada en la lectura, se le apareció en días sucesivos. El chico dudaba si abordar a la lectora, no quería pasar por atrevido, no quería inquietarla.
Pero al final le echó valor.
–Hola, sólo sabes que leer –le dijo Ismael al fin.
–¿Y de quién huyes tú, que no haces más que correr? –contestó ella.
–De mí mismo, me llamo Ismael.
–Pues yo me llamo Carmen y también huyo de mí cuando leo.
Se veían todos los días, ella en su banco, él en sus zapatillas, y se inició una bonita amistad.
Y cada noche Ismael se va a la cama deseando que Carmen no vuele del banco con la estación.

MIRAR
Víctor
Dejé de ser niño el día que, con gran esfuerzo, metí la barriga para que me valieran aquellos malditos levi’s. Mi hermana se extrañó, pero me apretó otro agujero el cinto.
Antes de aquel día, ya me había hartado de mirar las piernas de sus amigas, más todo lo que alcanzaba a ver, o sea, las bragas. E incluso las tetas, cuando se inclinaban sobre mi silla para saludarme.
Pero ahora lo que quería era que ellas me mirasen a mí.
Yo siempre había presumido de tener la hermana más guapa del mundo, pero comenzaban a interesarme más sus amigas, que no se quedaban atrás. Estaban de muerte, sobre todo Pepi, una rubia de melena lacia que cuando se inclinaba sobre mi silla me abrasaba los ojos con sus cabellos de fuego.
Para que me mirase mejor Pepi me había comprado yo los levi’s, más una camiseta estampada con los ojos de un lince, que así sentía que eran los míos cuando ella se ponía a tiro.
–¡Qué guapo estás! –me confesó Pepi la mañana que los estrené, los pantalones– ¡Cómo me gustan esos ojos!
–¿Los míos o los del lince?
–Me gustan los gatos, Víctor, pero tú me miras como un ternero –y se echó a reír.
Y yo me dije aquel primer día que tendría que entrenar otras habilidades, además de apretarme el cinto. Comencé a entrenarme con miradas de gato.
–Ahora me miras como un besugo –me dijo al poco tiempo de aquello Pepi, a la puerta de mi casa.
Yo no perdí la esperanza. Si el entreno me había cambiado los ojos, los gatos estaban a mi alcance.
Pasó el tiempo y Pepi se casó con un idiota. Para entonces yo tenía mirada de gato, pero ella había dejado de ser niña y le gustaban los terneros.

PALOMA HERIDA
Isa
Una niña encontró una paloma herida de muerte e intentó curar su pecho, atravesado por un perdigón. Pero la herida se infectó y murió la paloma. La niña se puso triste, lloraba mucho. Para consolarse, se le ocurrió comprar tres palomas mensajeras y las echó a volar en libertad. Con tan mala suerte, que un águila imperial mató con sus garras a las tres palomas. Al verlas ensangrentadas, a la puerta de su improvisado palomar, la niña volvió a llorar desconsoladamente. Para que no le mataran más animales, se compró una jaula con un periquito de color azul, tirando a blanco grisáceo, que brillaba muchísimo. La niña enganchó bien alto la jaula en la pared. La jaula era de color verde, tenía un columpio con un cascabel de color plateado y luminoso. La descubrió el gato y no paró hasta abrir la puerta sigilosamente. Y se comió al periquito, que estaba comiendo, distraído. La niña, al día siguiente, cuando vio la masacre, se mareó y perdió el conocimiento. Usaba gafas contra el mareo, pero con todo y con ello, estaba muy blanca y no se revolvía. Hasta se le rompieron las gafas en la caída y tuvo que hacerse unas nuevas.
La niña se obsesionó con su mala pata, y se quería comprar una anaconda o la culebra más venenosa del mundo. Se decidió por la anaconda al fin, pero un día, muy temprano por la mañana, la anaconda se había comido al gato. Lo sospechó porque dejó de oír su maullido de repente y porque encontró a la anaconda hinchada y muy gorda. Le abrió la boca para comprobar lo que tenía en la panza. Al ver a su minino, la asfixió y le abrió la barriga, y terminó saliendo el gato vivito y coleando, pero muy sucio. Estaba grasiento y manchado de sangre. La niña limpió a su gato, que quedó reluciente. Desde entonces, dejó la niña de comprar mascotas, desde las más pequeñas a las más bonitas.
Pero ahora viene lo peor, porque la niña se dio cuenta que ya no cantaba los pájaros para ella, ni volaban. Sólo hacían que saltar y piar como desvalidos, cosa que a la niña no le gusto ni un pelo. Pero es que también le gustaban mucho las flores, y ahora se acercaba a olerlas y no olían a nada. Lloraba de impotencia y rabia. Y el melocotonero del jardín, fue a coger un fruto, lo había visto madurar poco a poco, quería saborearlo, pero el melocotón no tenia gusto. Ni tacto siquiera, esa pelusa tan limpia también había desaparecido.
Y la niña se echo a llorar y a temblar. Estaba harta de todo. Creía que estaba gafada, con tantos problemas. Quería abandonar este mundo cruel. Por donde ella pasaba no hacía más que llover, no veía más que nubes, pero estaba tan rabiosa y tan triste que se acostumbró a la oscuridad y comenzó a dormir en su ataúd y vestía de fúnebre y siniestro. Hasta que un día se despertó en el ataúd y se dio un susto de muerte y ya no quería morirse y encontró una paloma herida de muerte e intentó curar su pecho, atravesado...

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