El enjambre

Sebas
Aunque estábamos en primavera, aquella mañana hacía frío. Como todos los días, me disponía a marchar hacia la escuela. Y fui rápido, no podía entretenerme, pues iba un poco tarde.
Siempre que llegaba tarde temía la bronca de don Alejandro, pues no le gustaba que llegáramos ninguno tarde. Don Alejandro era el maestro, un hombre alto, grueso, calvo y con cara feroz. Aunque no hubiese bronca de por medio, imponía su figura y todos le teníamos miedo. Tenía una colección de varas de distinto grosor y, según la falta que cometías, te daba un palo o dos con una vara u otra. Siempre estaba dando paseos por la escuela, intimidándonos con su figura.
En la media hora de recreo, aprovechábamos para comer el bocadillo y, como el centro escolar estaba al lado de unas montañas, también aprovechábamos para hacer unas cuantas correrías por ellas.
Una mañana entramos en una cueva profunda, que llamábamos la cueva de San Pedro. Éramos cuatro, el Figura, Nacho, el Cabrero, que era el cabecilla, y yo. Al rato de estar en la cueva nos dimos cuenta de que en el techo había un montón de abejas.
–¡Anda!, –exclamó el Cabrero– ¡si es un enjambre!
–Hala, pues es verdad –dijimos todos.
–¿Y qué vamos a hacer con él?
Pronto el Cabrero encontró la solución:
–Lo cogeremos, yo sé cómo hacerlo, he andado mucho con mi padre guardando las cabras por el monte y he visto como mi padre ha cogido alguno.
Y trazó el plan a seguir:
–Está tarde, cuando volvamos al colegio, traeremos una caja vacía de zapatos y meteremos el enjambre dentro de ella. La llevaremos a mi huerta, donde hay una colmena vacía. Meteremos el enjambre en ella y las abejas fabricarán miel. En su tiempo cogeremos los panales llenos de rica miel y nos los comeremos.
Sólo de pensarlo, la boca se nos hacía agua. Nacho, que era el más economista, hizo retoques al plan:
–Y venderemos la sobrante, pues habrá mucha y tendremos dinero para el cine y comprar helados.
El Figura, que era él más goloso, propuso que hiciéramos caramelos.
–También podríamos hacer torrijas –propusimos el Cabrero y yo.
Estábamos con nuestros planes cuando el maestro salió a la calle con una vara en la mano y, dando gritos y haciendo gestos amenazadores con la vara, nos llamó a todos para qué entráramos en la escuela, pues el tiempo de recreo había terminado.
A mediodía, nada más comer, cogí una caja vacía y corriendo me encaminé al colegio. Allí me estaban esperando los otros tres con impaciencia. Rápidamente nos fuimos hasta la cueva de San Pedro.
Una vez allí, el Cabrero cogió la caja y le hizo un agujero. En él puso una especie de embudo, que había hecho con un trozo de cartón. Acto seguido, cogió a la reina de las abejas, la puso en el embudo y esta se introdujo en la caja, seguida por todas las abejas del enjambre. Una vez dentro todas, tapamos el agujero y con la punta de un lápiz hicimos agujeros pequeños para que las abejas pudieran respirar.
Una vez que el enjambre estaba dominado, empezamos a elucubrar planes sobre qué haríamos con ellas, hasta llevarlas al huerto. Decidimos que, lo primero, las taparíamos con un jersey enrollado y las llevaríamos con nosotros a la clase. Así lo hicimos y, sin que nadie se diera cuenta, las introdujimos en la escuela.
Ya dentro del aula, dejamos la caja con las abejas en la bandeja del pupitre. En el pupitre estábamos sentados como compañeros Nacho y yo. En el pupitre delantero había sentado un crío incordiante, que quería saber el contenido de la caja. En un descuido, la cogió y Nacho se la quiso quitar. En el forcejeo la caja cayó al suelo y fue como la explosión de una bomba de abejas: enseguida se lleno la clase de una nube de abejas zumbadoras.
¡Mi madre, la que se formó! Todos los críos corrían aterrorizados saltando pupitres y dándose manotazos para espantar las abejas. El maestro gritaba y corría sin saber qué hacer. Hubo varias picaduras entre los alumnos, y dos más, al maestro, una en una oreja y otra en la nariz. Por fin al maestro se le ocurrió abrir las ventanas y con un paño las fue ahuyentando hasta que salieron todas.
Poco a poco la cosa se fue tranquilizando. Pero, por parte del maestro, empezaron las indagaciones. Los chivatos, que en todas partes los hay, dijeron que habíamos sido nosotros los que habíamos introducido la caja con las abejas en la escuela. El crío incordiante dijo que sí, que la había tenido en las manos. Y empezaron los castigos. Primero, cogió la vara de más grueso calibre y nos dio cuatro palos en cada mano a los cuatro. Después, nos puso de rodillas cara a la pared con los brazos en cruz y nos tuvo toda la tarde así, llamándonos de vez en cuando para darnos otra tanda de palos. Después de la clase, nos tuvo retenidos dos horas más, y sin merendar.
A salir de allí, el maestro tenía la oreja como un tomate y la nariz como una berenjena. Fuimos corriendo para casa y, al llegar, tuvimos que dar explicaciones del retraso. No recuerdo muy bien todos los castigos que me impusieron. Lo que más recuerdo es que estuve un mes sin cine.

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