Sentada del 16 de septiembre de 2010

LA VAQUILLA DE LA DISCORDIA
Sebas
Corría la última decena del mes de agosto de 1962, eran las fiestas de un pequeño pueblo de la sierra albaceteña. El pueblo se llamaba y se llama Liétor, y tendría en aquel tiempo unos 3000 habitantes.
Era un pueblo pintoresco, ubicado entre montañas, de callejuelas estrechas y empinadas. Siempre he pensado, y hoy en día todavía lo pienso, que vivir allí es un privilegio.
El pueblo estaba engalanado con guirnaldas de colores y un alumbrado multicolor, fachadas, puertas y ventanas estaban recién pintadas, en las calles y en la plaza mayor había puestos de baratijas, de turroncillos, de licores, y de melones y sandías de gran tamaño. También había tíovivos y otras atracciones, todo lo que correspondía a semejante evento.
La plaza de toros era como la cávea en semicírculo de un teatro romano, abierto en los extremos a unas calles que se tapaban con unas barreras de palos, la talanqueras. Las gradas de barreras y los tendidos de la plaza estaban pobladas de una muchedumbre de chiquillos, que con sus pitos de feria formaban un estruendo insoportable. Y otros niños jugaban al toro en el ruedo de la plaza.
En las calles se respiraba un gran aire de fiesta. Las bandas de música y charangas amenizaban la tarde con alegres pasacalles. En la cara de la gente se notaba ese aire festivo, tan especial. Iban o venían de todas partes con gran alegría.
En las terrazas de los bares y en los corros de algunas plazas, donde solían formar tertulias los hombres, se comentaban las características de los toros que iban a traer aquel año.
–¡Pues, anda, que el toro rojo, menudos cuernos tiene!
–Ese va a hacer leña.
–Y los negros, qué gordos están, van a ser muy peligrosos.
–Y las vaquillas de este año, qué grandes son.
La gente bailaba en la calle con la música que habían traído, con las orquestas que iban a amenizar las verbenas. Todos estaban muy contentos. Y qué no decir del castillo de fuegos artificiales, eso ya era el colmo de los colmos. Total, unas fiestas por todo lo alto.
Llegó el día del primer encierro. Los toros, los traían desde unos corrales que había a tres kilómetros del pueblo, en medio del campo. Los traían arropados por un rebaño de cabestros de grandes dimensiones y larga cornamenta, escoltados por vaqueros a caballo y varios mozos del pueblo portando unas grandes varas, todo ello para evitar que se volvieran los toros en el trayecto que había entre los corrales y la plaza.
Durante el recorrido de los toros en las calles del pueblo, gran cantidad de mozos corrían delante y detrás envolviendo a los toros y cabestros hasta encerrarlos en la plaza.
Las fiestas del pueblo, ¡eran las fiestas! Durante un año entero los lugareños trabajaban de sol a sol todos los días, incluso los festivos, por eso que recibían las fiestas con ganas. En estos días no se trabajaba, se comía bien y la gente se divertía.
La fiesta en sí discurría en torno al animal totémico, ¡el toro! Nunca comprendí la pasión que ha levantado dicho animal. ¿Sería por el riesgo, por el peligro? Por vencer a la fiera y salir victoriosos, ¿una prueba de valentía? Todavía hoy en día no me lo explico.
Las fiestas discurrían con normalidad, la novillada por las tardes y, después, la suelta de vaquillas para los mozos de la localidad. ¡Nadie podía imaginarse los acontecimientos que se avecinaban!
Los permisos gubernativos eran para tres festejos, y durante los mismos se habían ido matando los toros y las vaquillas. Excepto una.
El último día de fiestas caía en viernes y el alcalde, por congraciarse con el pueblo, prometió desde el palco, dirigiéndose al gentío, que dejaría viva la vaquilla para el fin de semana. Aquello fue acogido con gran alegría y alborozo por parte del público.
El personal estaba contento y comentaba con alegría lo bueno que era el alcalde. Y él, eufórico por la ocurrencia que había tenido, con la que se había ganando el aplauso de los habitantes del pueblo.
Pero los acontecimientos pronto empezaron a dar un giro de 360 grados. De inmediato, las fuerzas vivas del pueblo, incluido, por supuesto, el sargento de la guardia civil, empezaron a decirle al alcalde que no sabía en el lío que se había metido, pues los permisos legales ya estaban cumplidos y el fin de semana quedaba al descubierto de la ley.
Y así fue que el regidor empezó a pensar si no habría algún accidente o cogida grave durante esos días, con las consecuencias fatales que ello podría acaecerle. Y decidió matar la vaquilla.
Para ello buscó a un matarife. Y los dos subían por la calle mayor, con las puntillas en la mano, escoltados por la guardia civil.
La gente enseguida se percató del asunto y la noticia corrió como un reguero de pólvora por todo el pueblo. De reunión en reunión, de corro en corro, de los bares al resto de atracciones de la feria, todo el mundo se fue enterando. Y una muchedumbre de gente subía hacia la plaza.
Pronto la plaza estuvo a rebosar de gente. Las gradas, las barreras, los burladeros y el ruedo estaban llenos de paisanos, tantos había que no podía pasar ni el aire.
Cuando el edil y el matarife intentaron apuntillar a la vaquilla, todo el gentío se amotinó contra ellos,
La muchedumbre enfurecida, al ver que habían fastidiado los dos días de fiesta que les había prometido y que tanto les había ilusionado, cargó contra el puntillero y el alcalde. El sargento de la guardia civil mandó a los números de la benemérita apuntar con sus subfusiles al gentío, e incluso disparar, ordenó, eso sí, si era necesario.
El furor de la gente no se apaciguaba. Al contrario, la ira iba en aumento. Las mujeres gritaban insultos desde las ventanas. Otras, más osadas, habían bajado al ruedo y gritaban enfurecidas contra las autoridades, también incitando a los hombres.
La cosa estaba en esto cuando, en la última grada de la plaza, apareció un individuo disfrazado de mujer. Era un personaje muy popular en el pueblo, conocido por "El Chirro". La pinta que llevaba era bastante cómica, y hubiese provocado la hilaridad en la gente si no fuera por el momento tan tenso que se vivía.
"El Chirro", encaramado en la última grada y ataviado de forma tan pintoresca, con minifalda, maquillado y cargado de complementos femeninos, pronto se quedó con el personal. Cuando había acaparado la atención de todos, empezó a gritar: “¡Españoles, ¿matamos la vaquilla?! El pueblo contestó con un grito unánime: “¡¡¡noooo!!!” Y así lo repitió varias veces, y las gargantas enfebrecidas seguían gritando que no. La escena era como de tragedia griega, si no fuera un esperpento.
Pronto una pareja de la guardia civil subió a por él y se lo llevaron detenido a la cárcel. Aquello desconcertó un poco el ánimo del personal. Momento que aprovechó el alcalde para fugarse subrepticiamente por entre los palos de las talanqueras.
Pero muy pronto fue descubierta su maniobra y algunos empezaron a gritar: “¡Por allí va!” Y se inició una multitudinaria persecución. La gente iba a por él sin consideración. Iban a machacarle, a cargárselo en el sentido más literal de la palabra.
Por la calle mayor abajo iba corriendo una multitud enloquecida, como si de una maratón cardiaca se tratara, dispuesta al linchamiento. Pero el alcalde se libró por piernas, como vulgarmente se dice. Y al llegar a su casa, se encerró dando un gran portazo y echando la llave y cerrojos de la puerta.
Y aquí los perseguidores, ya sea por la inercia de la carrera o porque no se habían percatado de la maniobra del regidor, siguieron corriendo calle abajo hasta llegar a la plaza mayor, donde se encontraba el ayuntamiento. Allí, en la planta baja, se encontraba la cárcel donde estaba encerrado "El Chirro".
A llegar frente al ayuntamiento, la multitud se detuvo. Pronto los cabecillas, ayudados por todos los demás, echaron las puertas abajo y liberaron a "El Chirro". Este apareció ante el gentío con su atuendo femenino levantando el brazo y haciendo con los dedos la uve de la victoria. El clamor popular fue tremendo, todos vitoreaban a "El Chirro".
Las detenciones no se hicieron esperar. Sobre todo detuvieron a los que más se habían significado. Hubo un gran jaleo, hasta intervino el gobernador civil. Y cayeron multas cuantiosas y penas de cárcel : Al final mediaron personas influyentes y, por ser de buenas familias y carecer de antecedentes penales, todo quedó en algunas multas.
Aquello me dio que pensar. Cierto es que la masa enardecida es capaz de cualquier barbaridad, pero lo realmente peligroso suele ser siempre la autoridad.

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