Sentada del 4 de noviembre de 2010

LA BUENA VISIÓN
Fonso
Me había dejado arrastrar por la secta de La buena Visión. Sus integrantes, todos cortos de vista, se comprometen a asistir a una ceremonia que consiste en arrancarle, en vivo, uno de los ojos a un gato blanco -al que luego abandonan a su mala suerte- para sortearlo entre los asistentes.
El afortunado, que no podrá participar en el sorteo siguiente, se lo tiene que tragar, sin poner mala cara y ayudándose con unos tragos de sangre del propio gato, mientras los hermanos, en corro y vestidos con túnicas blancas, entonan una jaculatoria que dice lo siguiente:
“¡Oh, Ser supremo de La buena Visión a quien nada se te oculta! Por el sacrificio de esta criatura inocente concede a los fieles reunidos en tu nombre algo de la visión que a ti te sobra y que a nosotros nos falta”.
Como el sorteo es mensual, los hermanos, muchos, y los gatos blancos, pocos, hubo quien sugirió que para prevenir los infartos (porque algunos andamos a vueltas con el colesterol del malo) podíamos sortear también el corazón.
La propuesta fue aceptada con una condición del decano. Y fue ello que, antes de probar con el corazón, los pulmones, el páncreas o lo que hiciera falta de los gatos, primero había que esperar si daba resultado el experimento de los ojos…
Como había sido de los primeros que se tomó el ojo del gato, como seguía viendo lo mismo, o menos, que antes, y como pienso que mis hermanos van a terminar por no dejar del gato ni los pellejos, pues todos cojeamos de algún achaque, decidí darme de baja de la secta.
Lo primero que hice, al librarme de ellos, fue ponerme en manos del oftalmólogo de la Seguridad Social y ahora veo todo lo que se mueve...
Por cierto, hay un gato blanco moviéndose alrededor de mi casa que cuando me ve se le estiran los bigotes, hace fu fu y el rabo se le pone en línea recta con la columna vertebral, mientras se le cambia de azul cielo a rojo infierno el único ojo que le queda.



EL PRIMAVERA
Fonso
A mi amigo Jaime Hierro le llamábamos el Primavera porque tenía una cara que parecía el capullo de la rosa cuando se está abriendo. Eso sí, cuando algún chico de otro barrio le llamaba Primavera era capaz de partirle la cara, aunque le doblara en estatura.
A mí me lo consentía porque entraba dentro del circulo de sus amistades y, sobre todo, porque él me llamaba Lusmi, así, con música, cuando en realidad yo me llamo Luis Miguel. Estábamos en tablas.
En el mercadillo de los viernes, en mi pueblo, Orihuela, donde íbamos a ver si pillábamos algo, una vendedora de flores le dijo una mañana:
–Oye, niño, ¿quieres este hermoso ramo de claveles, que estamos en primavera?
Al escuchar la palabra “primavera”, a Jaime se le puso la cara como un tomate y le dijo a la pobre señora tres cosas: una, que él no era un niño, dos, que ella no tenía ni idea de cómo tratar a los clientes, y tres, que sería mejor que se dedicara a fregar escaleras.
La mujer, que por más señas era gitana y soportaba mal los consejos, no se pudo contener y, agarrándole por los pelos a mi amigo, empezó a zarandearlo como un trapo. Menos mal que unas señoras por un lado y yo por otro conseguimos separarlos, sin que la cosa llegara a mayores.
Después de este percance, que salvamos por piernas, pues empezaron a salir gitanos de todos los tenderetes y aquello se puso tan serio que nos pudo costar muy caro, llegué a la conclusión de que ya era peligroso continuar tratando a Jaime como si fuera un niño –teníamos quince años, pero no estábamos muy bien alimentados, así que aparentábamos todavía menos–, y que era mucho más peligroso todavía transitar en su presencia de marzo a junio, cuando los campos se visten de colores, a las gentes se les ve más alegres y a muchos se nos cambia el carácter.
Por lo que decidí, allí mismo, no volver a verlo hasta el verano siguiente.



INADAPTADO
Fonso
A Ramón García no le entraba en la cabeza ese dicho de Unas veces se gana y otras se pierde. Desde muy pequeño él había sido educado para salirse con la suya.
Bien es verdad que Ramón no tuvo toda la culpa. Sus progenitores se separaron cuando el niño tenía tres años, de forma que se pasaba temporadas en casa de su padre, que no debía de pasarle ni una pero que se las pasaba, temporadas en casa de la madre, que se las consentía todas, y temporadas con los abuelos, que se las pasaban o no, según marcharan las cosas con los hijos.
Cada cual rivalizaba con los otros para hacerle a Ramón la vida lo más cómoda posible, así que pocas veces recibía un no como respuesta. En las estanterías de su habitación se amontonaban juguetes sin estrenar y no había parque de atracciones que el niño no hubiera visitado o deberes en los que no le echaran las dos manos, o las cuatro.
Su carácter violento, poco acomodaticio a cualquier norma disciplinaria y siempre dispuesto a crear problemas, hizo que siempre fuera aprobando de milagro y por los pelos la EGB, bien es verdad que los padres se gastaban mucho dinero en clases particulares y que los profesores le aprobaban mayormente para quitarse al niño de encima.
No ocurría lo mismo en el Instituto, donde los profesores desde el primer momento le tomaron la medida. A esto Ramón no estaba acostumbrado. Tuvo varias llamadas al orden antes de que el tutor le aconsejara a la madre –su padre hacía tiempo que había tirado la toalla- que intentara colocarle de lo que fuera en cualquier sitio.
Tras varios intentos, no hubo manera que Ramón echara raíces en ninguna empresa. Con dieciocho años se le podía ver perdiendo el tiempo y fumando y bebiendo en una bodega del barrio con no muy buena reputación. Se rumoreaba incluso que andaba jugueteando con la droga para financiarse sus caprichos, que no son pocos.
Ahora está en la cárcel y no está a gusto, pero no pudo evitarlo. Está a la espera de juicio por haber dejado malherido a uno de su misma cuerda. Se comenta que fue por capricho, por hacerle sombra en el trapicheo, como si no hubiera mercancía o clientes para todos en el barrio.

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