Sentada del 1 de septiembre de 2011




Sus amigos presentamos en la FNAC de ParqueSur el libro
Manifiesto saltamontes,
escrito por Carmen Soria.
Una autora genial para un libro que es una revelación.




UN RESPETO A CARMEN SORIA
Conchi
Yo conocí a Carmen Soria en PACYS. Era una chica bastante alegre. Yo era más pequeña que ella pero siempre la admiraba, no sé por qué. A lo mejor era porque escribía mejor que yo, porque era muy lista, muy despierta y estaba muy atenta a las cosas.
De esto hace 40 años y casi lo único que recuerdo es la sensación de protección que tenía cuando estaba cerca de ella, como si Carmen fuera mi hermana mayor.
Siempre me fijaba en ella, en lo bien que leía. Yo intentaba imitarla... Bueno, un poco. Me habría gustado parecerme a ella porque, de toda la gente que había por allí, ella era para mí la más lista, la más inteligente.
Casi siempre estaba leyendo y parecía que lo aprendía todo con mucha facilidad. A mí me daba gusto cómo lo cogía todo tan rápido... Y me sentía orgullosa, como si lo hiciera yo misma.
Yo para todo era más lenta, aunque escribía muy bien a mano y leía de corrido, pero me costaba mucho más prestar atención a la profesora. Yo era muy distraída, no podía concentrarme.
En PACYS no estuve ni siquiera un año, porque me llamaron para operarme de las rodillas y me pasé casi dos años en el hospital.
Después de esta operación, no volví a ver a Carmen hasta 20 años después o por ahí, en este centro.
Cuando yo vine al CAMF como medio pensionista, ella ya vivía aquí y casi no la reconocí porque su fisonomía había cambiado mucho. Las dos estábamos más delgaditas que ahora, pero ella andaba con un andador y yo iba en la silla eléctrica, ella se hacía todas las cosas sola, era autónoma total, y a mí me tenían que ayudar a todo menos a comer.
Ahora, otros 20 años más tarde, las dos estamos un poco más gordas, tampoco tanto, y las dos somos dependientes. Pero ella acaba de escribir y publicar el libro de su vida, Manifiesto saltamontes, y yo, imitando un poco la gracia de Carmen para escribir, he ganado un concurso internacional de Cuentos de la Diversidad.
Y sigo admirando a Carmen Soria, aunque ella dice que no vale nada y yo le digo: “¿Tú eres tonta? tú vales mucho”.


UN PUÑADO DE HABAS
Sebas
Nos encontrábamos en la plaza jugando la pandilla de habituales en aquellas horas, cuando de pronto oímos el sonido de la trompeta del pregonero. Cuando oíamos este sonido, tanto mayores como pequeños poníamos atención, porque podía ser algún comunicado importante por parte del ayuntamiento. Nos dirigimos hacia una esquina de la plaza.
Allí se encontraba el alguacil, el cabo de la guardia civil y el pregonero. Poco a poco nos fuimos concentrando alrededor de ellos una multitud de gente, para informarnos del contenido del bando o lo que fuera.
Nuestro asombro no tenía límites cuando descubrimos a Juan el Rubio, que lo llevaban atado con una cuerda por la cintura y con los brazos alzados hasta la altura de la cabeza. En una mano llevaba un puñado de habas y en la otra un manojo de cardos. Juan el Rubio era un hombre de baja estatura, delgado, rubio, de traje de pana raído y lleno de remiendos, unos más nuevos y otros más viejos, según la época en que los habían cosido.
Al principio no sabíamos de qué iba todo aquello. Estábamos todos asombrados, no comprendíamos qué delito habría podido cometer aquel hombre, el Rubio, que entre toda la gente aún parecía más pequeño, encogido y temeroso. Parecía temblar todo su cuerpo, incluida su cara, poblada de barba rala y sucia y colorada por la vergüenza.
Llegados a este punto, las autoridades le dijeron al pregonero que empezara. Este empezó a gritar: “¡He aquí al ladrón de la huertas! ¡Esta mañana ha robado habas y cardos!”
Entonces empezó a oírse un murmullo de asombro. Unos reprobaban el hecho y otros lo justificaban. Entonces el alguacil, con una vara delgada de granado, empezó a darle palos en las pantorrillas y lo conminaba para que fuera el Rubio quien gritara el bando.
Con voz temblorosa el Rubio empezó a gritar: “¡Yo soy el ladrón de las huertas!”.
Y así fuimos recorriendo todo el pueblo, deteniéndonos en cada esquina. Nos seguía una multitud de mujeres y críos, unas por el morbo del caso y otros porque nunca habíamos visto algo semejante. Conforme íbamos avanzando, cada vez se unía más gente al cortejo.
Poco a poco nos fuimos enterando de lo que había pasado. Según comentarios de las mujeres, que siempre son la que se enteran de todo, el tema era bastante penoso y nos partía el corazón y nublaba el entendimiento.
El Rubio era viudo y tenía a su cargo cuatro hijos pequeños, muertos de hambre y frío, que andaban siempre pidiéndole pan, esa mala costumbre. Aquel día le habían regalado unos pocos garbanzos. Tan pobres eran que sólo tenían aquello. Y pensó el Rubio que cogiendo unos cardos y una habas junto con los garbanzos podía hacer un guiso y llenarle los estomaguitos a aquellas criaturas. Tan mala suerte tuvo que lo descubrió el guarda de las huertas. Y ahí empezó su mala suerte aquel día.
Después se lo llevaron al cuartel de la guardia civil, supongo que para darle una buena paliza.
Me encontraba bastante consternado por los hechos y, a pesar de que mi padre decía que los hombres no lloran, unas lágrimas corrían por mis mejillas, pues aunque mi padre dijera que era un hombre, a los 12 años seguía siendo un niño.
Cuando subía calle arriba oí un gran alboroto. Pensé que sería el Rubio, que lo bajaban otra vez. Pero no, era Toribio el tonto, que venía corriendo acosado por una multitud de niños tirándole piedras y varas. Cuando pasaban por mi lado, le di de refilón un guantazo a uno de ellos, que todavía tiene que estar doliéndole.
Una vez en mi casa mis padres me vieron preocupado y me preguntaron qué me pasaba. Les conté todo el suceso y ellos me dijeron que ya había precedentes de casos parecidos. A pesar de mi insistencia en que aquello era una injusticia, me contaron que estábamos en los coletazos de la posguerra y que vivíamos tiempos muy difíciles.
Había que proteger las propiedades, pues todos atravesábamos serias dificultades.
Y con esto tuve que quedarme.


AL CERDO NO PODÍA DECIRLE QUE NO
Víctor y adredista 0
Todo había comenzado como comienzan estas cosas, con un ligero sobrepeso. Pero él seguía comiendo chuletas de cedo, con su guarnición de embutidos varios. Hasta que, lo que eran unos kilos de más, se terminó convirtiendo en una obesidad muy comprometida al cabo de pocos años. Su índice de masa corporal se había disparado.
–Antonio, le tienes que poner remedio a esa barriga, que revientas todos los pantalones –gritaba cada vez con más frecuencia la parienta.
–Los tendrás que comprar de otra talla.
–No hay más tallas. Tienes que adelgazar, te va a matar el colesterol y dejarás huérfana a tu hija.
–Y a ti viuda, no te digo.
–Eso importa menos. Lo grave sería que dejes de traer la pasta a casa.
La mujer tenía tan claros los peligros que amenazaban a la familia que Antonio lo intentó. Dejó la legumbre, dejó los macarrones, dejó las galletas, dejó los helados. Ya sólo comía lechuga y costillas de cerdo, con la guarnición, pero no adelgazaba.
–Si no comieses tanto pan con el chorizo –gritaba la santa cada vez que Antonio se pesaba en el baño y comprobaba que todo seguía igual.
–Tú lo que quieres es que me muera de hambre.
–O pasas hambre o te mata el colesterol malo –insistía ella.
–Pues casi prefiero seguir rompiendo los pantalones, hasta que el cuerpo aguante –dijo Antonio muy cabreado, después de un mes o más de haberlo intentado.
Y tras la enésima bronca, se fue al bar y pidió una jarra de cerveza y unas manitas de cerdo, con mucho moje y pan.
Al cerdo no podía decirle que no, que Antonio es extremeño y se es extremeño por algo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Carmen Soria, quiero felicirtarte y darte la enhorabuena por tu libro estaras muy felizy yo comparto tu alegria pues te, os, leo desde hace tiempo.
En fin que aunque no salga mi nombre,(no se que le pasa a este bicho k va cuando va) soy Amparo.
Un abrazo muy fuerte