Un puñado de habas

Sebas
Nos encontrábamos en la plaza jugando la pandilla de habituales en aquellas horas, cuando de pronto oímos el sonido de la trompeta del pregonero. Cuando oíamos este sonido, tanto mayores como pequeños poníamos atención, porque podía ser algún comunicado importante por parte del ayuntamiento. Nos dirigimos hacia una esquina de la plaza.
Allí se encontraba el alguacil, el cabo de la guardia civil y el pregonero. Poco a poco nos fuimos concentrando alrededor de ellos una multitud de gente, para informarnos del contenido del bando o lo que fuera.
Nuestro asombro no tenía límites cuando descubrimos a Juan el Rubio, que lo llevaban atado con una cuerda por la cintura y con los brazos alzados hasta la altura de la cabeza. En una mano llevaba un puñado de habas y en la otra un manojo de cardos. Juan el Rubio era un hombre de baja estatura, delgado, rubio, de traje de pana raído y lleno de remiendos, unos más nuevos y otros más viejos, según la época en que los habían cosido.
Al principio no sabíamos de qué iba todo aquello. Estábamos todos asombrados, no comprendíamos qué delito habría podido cometer aquel hombre, el Rubio, que entre toda la gente aún parecía más pequeño, encogido y temeroso. Parecía temblar todo su cuerpo, incluida su cara, poblada de barba rala y sucia y colorada por la vergüenza.
Llegados a este punto, las autoridades le dijeron al pregonero que empezara. Este empezó a gritar: “¡He aquí al ladrón de la huertas! ¡Esta mañana ha robado habas y cardos!”
Entonces empezó a oírse un murmullo de asombro. Unos reprobaban el hecho y otros lo justificaban. Entonces el alguacil, con una vara delgada de granado, empezó a darle palos en las pantorrillas y lo conminaba para que fuera el Rubio quien gritara el bando.
Con voz temblorosa el Rubio empezó a gritar: “¡Yo soy el ladrón de las huertas!”.
Y así fuimos recorriendo todo el pueblo, deteniéndonos en cada esquina. Nos seguía una multitud de mujeres y críos, unas por el morbo del caso y otros porque nunca habíamos visto algo semejante. Conforme íbamos avanzando, cada vez se unía más gente al cortejo.
Poco a poco nos fuimos enterando de lo que había pasado. Según comentarios de las mujeres, que siempre son la que se enteran de todo, el tema era bastante penoso y nos partía el corazón y nublaba el entendimiento.
El Rubio era viudo y tenía a su cargo cuatro hijos pequeños, muertos de hambre y frío, que andaban siempre pidiéndole pan, esa mala costumbre. Aquel día le habían regalado unos pocos garbanzos. Tan pobres eran que sólo tenían aquello. Y pensó el Rubio que cogiendo unos cardos y una habas junto con los garbanzos podía hacer un guiso y llenarle los estomaguitos a aquellas criaturas. Tan mala suerte tuvo que lo descubrió el guarda de las huertas. Y ahí empezó su mala suerte aquel día.
Después se lo llevaron al cuartel de la guardia civil, supongo que para darle una buena paliza.
Me encontraba bastante consternado por los hechos y, a pesar de que mi padre decía que los hombres no lloran, unas lágrimas corrían por mis mejillas, pues aunque mi padre dijera que era un hombre, a los 12 años seguía siendo un niño.
Cuando subía calle arriba oí un gran alboroto. Pensé que sería el Rubio, que lo bajaban otra vez. Pero no, era Toribio el tonto, que venía corriendo acosado por una multitud de niños tirándole piedras y varas. Cuando pasaban por mi lado, le di de refilón un guantazo a uno de ellos, que todavía tiene que estar doliéndole.
Una vez en mi casa mis padres me vieron preocupado y me preguntaron qué me pasaba. Les conté todo el suceso y ellos me dijeron que ya había precedentes de casos parecidos. A pesar de mi insistencia en que aquello era una injusticia, me contaron que estábamos en los coletazos de la posguerra y que vivíamos tiempos muy difíciles.
Había que proteger las propiedades, pues todos atravesábamos serias dificultades.
Y con esto tuve que quedarme.

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