Lola, La Rebelde

Estrella
Lola y Eduardo se conocieron en la discoteca de la calle Tetuán. Ahí comenzaron los problemas para Lola, porque ella no era de esas mujeres que acostumbraban a enamorarse.
Lola nació hace veinte años en la muy judía y muy mora Córdoba. Desde niña destacó por su carácter. Discutía mucho con sus padres y estas discusiones hicieron de ella una chica rebelde. Estaba un poco hastiada de broncas, y una mañana temprano cogió sus maletas y se fue de casa.
Fue llegar a Madrid y ponerse a buscar trabajo, pues no tenía ni un duro. Por su forma de ser, no encajaba en ningún empleo. Probó de modista, primero, y después de planchadora en una lavandería, pero siempre salía regañada con los jefes. Lo intentó de carpintera en una fábrica de muebles, pero también se fue.
–Los jefes nunca tienen la razón –le dijo Lola a Eduardo el mismo día que lo conoció.
Eduardo es policía desde los 18 años. En estos últimos doce no ha conocido otro mundo que el de la comisaría y la discoteca. Está acostumbrado a obedecer, se diría que nació para eso. Y lo que más le gusta de las mujeres es precisamente que le obedezcan a él, o sea, poder domarlas. Es como si lo necesitase, por eso va a la discoteca, a realizarse. Tantas son las humillaciones que recibe cada día del sargento, que necesita demostrarse a sí mismo que no es una mierda. Diferencia poco a una mujer de cualquier detenido en el calabozo. No para de hostigar a sus ligues hasta que ellas hacen lo que él ordena.
Con Lola lo hubiera tenido difícil si ella no se hubiera colgado del poli. Lola nunca había hecho mucho caso a los especímenes de discoteca. En realidad, acostumbraba a ir por allí para reírse un poco de ellos. La música la relajaba y se evadía de los problemas.
Pero con el poli perdió los papeles y se quedó pillada sin poder evitarlo.
Se citaron en días sucesivos y siempre terminaban la noche en el apartamento de Lola, que no quedaba lejos de la calle Tetuán. Eduardo nunca disimuló al gallito que llevaba dentro y trataba a Lola sin ningún respeto. Al principio a ella le parecía gracioso, cosas de macho alfa, y se lo toleraba.
Pero un día, la tercera o cuarta noche, Eduardo gritó sin venir a cuento, hablaban del color del pintalabios de Lola y no se ponían de acuerdo:
–Los jefes no tendrán razón, pero yo sí –y le propinó un guantazo a la chica.
A Lola, por fin, se le despertó la chica libre que aquel poli había anulado y gritó como nunca lo había hecho:
–Lárgate de mi casa, tontolaba.
El poli se asustó, sobre todo por el escándalo. El grito de Lola se había oído en toda la escalera, y no vivían pocos vecinos en aquella corrala. El gallito se convirtió en gallina, cogió la escalera y no dijo más.
Cuando Lola rompía con un hombre era para siempre, pero semejante trato era intolerable para Eduardo. Hacía una semana que se habían conocido y ella ya no quería ni volver a verlo. Ni le cogía el teléfono.
El poli había vuelto por la discoteca algunas veces, pero Lola ya no iba, precisamente para no encontrárselo. Aquella noche era muy fría, se avecinaba tormenta y comenzó a llover. Lola caminaba a paso ligero para no mojarse. En esos momentos empezaba a tronar, pero ni los truenos impidieron que oyese unos paso acercándose, que la asustaron. Se giró sobre sí misma y sintió una fuerte punzada en la boca del estomago. Antes de desvanecerse, aún pudo ver la pistola en la mano de Eduardo, esa cosa cuyo fogonazo la había deslumbrado unos segundos antes.

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