Un momento

Carmen
Yo jugaba muchas veces en Quintana Redonda a hacer pimentón y gachas machacando, o moliendo, pero no café como en el cha cha cha, sino ladrillos rojos y tejas blanduchas con piedras gordotas. Maribel, una chiquita rubia mandona, nos dirigía a Toñín y a mí. Yo nunca me atrevía a reclamar el puesto de madre o mandona, iba siempre de currita.
También jugaba a las construcciones con un mecano de madera, con puentes verdes, triángulos de todas las formas, rojos, amarillos, azules, semicírculos… Con aquello aprendí a hacer rascacielos. Más bien, a copiárselos a mi primo Bienvenido, que era el proyectista. Aquel mecano era más propio que los actuales, la antesala de la burbuja inmobiliaria.
Pero al no poder saltar, me tocaba ver jugar a la goma y la comba a las otras niñas.
Siempre he deseado hacer muchas cosas, pero nunca me gustó esforzarme para conseguirlo. Veo montar a mujeres a caballo, ¡y a mí me habría gustado tanto ser una de ellas! Saltando vallas y vados, dirigiendo a un caballo alazán, alcanzando altura... Pero se me olvida siempre que soy la persona más miedosa de la Tierra. Esa soy yo, y tampoco tengo nada de equilibrio.
También me hubiera gustado aprender esgrima y echarle unos tientos a la princesa de Éboli. O ser una buena bordadora, como mi madre. Pero apenas logré aprender a coser un botón, y nunca hacía caso cuando quisieron enseñarme a hacer ganchillo.
Ay, cómo me gustaría estar ahora mismo en Alicante, en la playa. Estar haciendo hoyos en la arena, o haciendo planos de castillos. O haciendo gimnasia como cuando entonces, que levantaba apenas la cabeza del suelo cuando me ponía a hacer flexiones de brazos. Contaba las veces que subía y bajaba y mi amiguito Cristian, el niño franchute que aprendía rápido el español, hijo de una señora mayor, se reía mucho por el mal olor de la palabra quarante, bien pronunciada en francés.

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