Lo que no hay que gritar


Conchi
Jesús a sus 7 años era un niño muy responsable, siempre obedecía a su madre y no abría la puerta a los extraños. Su hermana Conchita, sin embargo, con 6 años era mucho más revoltosa. Como apenas podía andar porque estaba en silla de ruedas, se tiraba al suelo para llegar arrastrándose hasta la puerta de su casa e intentaba abrir a cualquiera que llamase.
Cada vez que sonaba el timbre en casa y estaban los dos solos, Jesús se negaba a abrir, pero Conchita lloraba de rabia porque se moría de ganas de ver caras nuevas.
Un día llamaron al timbre y Conchita, la machacante, le gritó a su hermano como solo ella sabía hacer: “¡Abre la puerta! ¡Abre la puertaaa! ¡¡¡Abre la puertaaaaaa!!!”. Jesús, harto de los gritos, decidió abrir. Pero se encontró a dos hombres muy extraños con las caras cubiertas y pistolas en la mano.
Uno de ellos cogió a Jesús y le puso la pistola en el cuello. Y Conchita se puso a gritar y a llorar y a pedir socorro: “¡¡¡Socorro, auxilio, que nos matan, que nos matan!!!”. Jesús le decía a su hermana: “¿Ves? Por tu culpa ha pasado. Otra vez, si salimos de esta, no te vuelvo a hacer caso, te pongas como te pongas”. Jesús era así de frío y responsable, pero lo que oyeron los vecinos fueron los gritos de Conchita y llamaron a la policía porque tenían miedo de acercarse.
Los atracadores, viendo que se complicaba un poco la cosa, cogieron a Conchita (que era la que menos podía defenderse) y huyeron de allí en una furgoneta. La dieron cloroformo para dormirla y que dejase de gritar de una vez.
Tuvieron suerte, nadie les siguió, pero aún así se llevaron a la Cochita con ellos. Cuando llegaron a su escondrijo, una casa en las afueras, encerraron a la niña en una habitación con las ventanas tapiadas y ella no paraba de llorar porque le daba miedo la oscuridad.
Cuando llamaron pidiendo un rescate por la niña cogió el teléfono su madre, María, temblando. Los secuestradores querían 120 mil euros para devolverla sana y salva. Ella pidió hablar con su hija para saber que seguía viva.
–¡Mamá, socorro, sácame de aquí! –gritaba Conchita, llorando desconsoladamente.
–Tú te lo has buscado, por desobediente –contestó la madre– Buen disgusto le has dado a tu hermano.
–¡No me hagas esto! ¡¡¡Rescátame!!!
El jefe de la banda le quitó el teléfono y dijo a la madre dónde debía dejar el dinero y le exigió que fuese sola.
Como no tenía tanto dinero, María se lo pidió a su hermana Irene, pero ella tampoco lo tenía. Lo que sí tenía era la pistola de su marido Ernesto, que era militar. Y con ella en el bolso salió de allí María, con la intención de cargarse a los secuestradores, aunque ni siquiera estaba segura de saber disparar.
Mientras duró el secuestro, Conchita no dejó de llorar y de chillar porque quería salir de allí. Tanto lloraba y tanto gritaba que los secuestradores estaban ya hasta el culo de la niña, estaban deseando que se fuera a la mierda y no volviera más.
Al llegar al descampado el jefe de los secuestradores le pidió a María el rescate, pero como ella no tenía el dinero sacó la pistola y empezó a disparar a lo tonto, que no sabía ni para donde iban los tiros. Conchita aprovechó el descuido de los secuestradores (que no se esperaban que María sacase una pistola) para morderles en los brazos con los que la sujetaban, intentando escapar.
Los secuestradores, hartos de tiros y de mordiscos, empujaron a Conchita fuera del coche y salieron huyendo.
María cuando vio a Conchita, loca de contenta, le dio un abrazo y luego le echó la regañina:
–¿Ves, por no hacer caso a tu hermano? ¡Te han podido matar los secuestradores!
–¡Y tú has hecho todo lo posible para que así fuera! ¡¡¡Que casi me matan ahoraaaaa!!! –gritó a su madre Conchita, llorando de rabia, pues no podía explicarse cómo su madre llevaba una pistola a la cita, en vez de la pasta, pero al fin lo prometió, aunque muy a su pesar– ¡Nunca más abriré la puerta a nadieeee!!! ¿¿¿Satisfechaaaaa???

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