Pasa cada cosa


Isabel

Puede haber muchas maneras de venganza, como por ejemplo el marido despechado, que su mujer le puso los cuernos con su mejor amigo y él la mata a bastonazos y se queda tan tranquilo, orgulloso de lo que acaba de hacer.
Cuando vino la policía por él y le pusieron las esposas, se reía como un condenado; “¡He sido yo!”, gritaba, sin parar de reírse. Los policías iban muy serios, como pensando: “Este está como una cabra, y mira que hemos visto cabras locas”.
La gente que se concentró alrededor de la policía abucheaba al asesino y le decían: “¡Asesino! ¡Asesino!” “Ella era una buena mujer”. “¿Por qué? ¿Por qué?” “¡Encerrarlo en la cárcel para siempre!” “Y tirad la llave al mar, como hicieron con el hombre de la máscara de hierro”.
Hace mucho que conozco a una familia, que al abuelo le dio una subida de azúcar y el pobre hombre, que había sido barbero, se cortó el cuello con la navaja que utilizaba para afeitar a sus clientes. Pero en eso que le dio tiempo a pensar que no se quería morir solo. Su mujer estaba en la cama durmiendo y le dio también tres navajazos en el cuello, aunque no fueron tan profundos como el tajo que se había dado él.
Vino la policía y él dijo con un hilo de voz: “Llévense primero a mi mujer, que está peor que yo”. Cosa que era mentira, pues los navajazos a la mujer habían sido muy superficiales y el suyo, mucho más profundo.
El viejo llamaba a su hija haciendo gestos con las manos, porque no le salían ya las palabras, pues el corte de la garganta se había llevado por delante las cuerdas. Su hija le decía que no: “Padre, yo no entro a la habitación porque usted me corta el cuello a mí también”.
El motivo de querer matar a su mujer pudo ser porque ella le había maltratado a él mucho, dándole golpes muy fuertes con lo que tenía a mano. Por ejemplo, una vez le pegó con una pescadilla grande en la cara, esto me lo contó el mismo abuelo, un día que lo vi con un carrillo enrojecido. Él lo soportaba todo sin rechistar porque era muy bueno.
La vieja una vez se comió el queso del viejo a escondidas. Las hijas la vieron y la pequeña dijo: “Pero madre, ¿qué haces tú comiendo el queso de padre, si no tienes apenas dientes y él lo necesita para el azúcar? La madre se asustó mucho y dejo de comer aquel queso con pena.
En fin, que el viejo, a las pocas horas de esta desgracia, murió sin que los médicos pudieran hacer nada por él. En cambio, la abuela vivió muchos años más.
Y ya que estoy con estas cosas, que digo yo que qué bien hice con dejar a Antonio cuando lo dejé. Antonio era muy celoso. Tanto, que me zarandeaba haciéndome daño en todo mi cuerpo. Y solamente porque le dije un día que, cuando era más joven, había salido con otro novio. Aguanté con él diez años, que ya es aguanta bastante.
Al cabo de este tiempo me fui con otro Antonio, el actual, que aunque se llama igual, es conmigo cariñoso y me respeta. Yo soy muy feliz con él porque no me pega y siempre está pendiente de mí y de mis deseos.

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