Las palabras


Peva
Las palabras van y vienen al antojo de las modas y se incorporan a nuestro léxico sin pudor alguno, pues resulta que las lenguas también tienen corazón y memoria y pulmones, y hasta riñones que las mantienen siempre vivas y limpias. Digo esto porque ahora los chicos, esta generación de nuevos inquilinos del planeta, utilizan un idioma bastante delgadito, lo cual debe de indignar a sus profesores en cantidad.
Pues estos chicos nuevos hablan un idioma muy parecido al de los indios de las películas de antes. Si mi padre levantara la cabeza. La cosa indigna, o poco menos, a cualquiera, pues la mala costumbre del tíotroncooseaestupendo llegará a empobrece un idioma tan bello como el castellano, y tan rico en matices que una simple palabra incorpora un porrón de significados. Pero hay que usar las palabras, por ejemplo, culo, que lo mismo es trasero que posaderas que nalgas que ancas que retambufa, por no hablar ya de culones o culeros, que esta es otra historia.
A lo que iba, que a mí me gusta mi lengua y me gusta rica y deslumbrante, entre otras cosas porque es la única que entiendo. Y que también me indigna la dejadez en su uso. Aunque yo prefiero decir que me cabreo, y no poco, con esas personas que empobrecen tanto y tanto el habla. El mal o escaso uso de las palabras me da la sensación de incultura y de dejadez total, y me cabreo, o sea, que me enfado y me irrito y me amostazo, que viene a ser lo mismo que indignarme, pero que no es igual.
Pues sí, si mi padre levantara la cabeza. El caso es que lo digo porque me acuerdo mucho de él, que hay tiernos incorregibles y la mar de amorosos. Yo, desde luego, no soy como él. Las terneces nunca fueron mi fuerte a pesar de tener un maestro tan cercano. Mi padre era un hombre muy sensible. Y además sabía de todo. Era un hombre muy culto y, como era profesor, sabía transmitir sus conocimientos. Era muy hablador, un gran conversador. No hablaba por hablar, desde luego, le encantaba el diálogo y la discusión. Recuerdo aquellas comidas de amigos en mi casa, en las cuales la sobremesa era lo que más alimentaba, pues escucharlos era muy nutritivo. Mi padre se podía tirar toda la tarde dialogando con una gran soltura de cualquier cosa.
También era de los que se iban al cuarto del fondo y se tiraba toda la tarde leyendo, ¡y tan ricamente! Cuántas veces he recorrido ese pasillo tan largo para despedirme de él, cuando me iba a la calle porque había quedado. Tenía que ir a darle un beso de despedida y como se me olvidase darle el beso se molestaba. Menos mal que también él dejaba el libro a un lado, salía al pasillo y me colocaba la capa. Y no me daba la bendición porque me hubiera reído de él, pues me había enseñado a pasar muy mucho de dioses y otras autoridades. Recuerdo que, cuando me ponía la capa, esta le daba casi siempre calambre y yo me reía.
Me he acordado de mi padre por lo del mal uso de nuestra lengua en el habla de los más jóvenes, que no me gusta nada, aunque no quiero criticar a nadie y menos a los chicos, que son el futuro. Pero pienso en los mudos, por ejemplo, unos individuos que no hablan con nadie, o sea, que saben estarse callados y, por lo tanto, nunca dicen ninguna gilipollez. Son de lo más inteligente los mudos. Las tonterías nos lo dejan a nosotros, que sí que hablamos, y mal. Si es que tendríamos que aprender de ellos en esto del habla. Si supiésemos estar callados, valoraríamos mucho más el don casi mágico que tenemos con el habla y con nuestra lengua, tan vieja y tan bien hecho por tantos y tantos bienhablados como mi padre.

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