Ingratitud




Carmen
En los difíciles años en que la II República era atacada por los militares sediciosos, los frentes de Soria estaban en peligro de romperse y los pueblos de caer en manos de los golpistas.
Un capitán de los milicianos republicanos, Anselmo Almarza, que era de Almazán y defendía un sector del frente no lejos de allí, puso vigilancia en las iglesias de su pueblo y en alguna que otra de las pedanías, pues corrían peligro de ser quemadas por los paisanos más extremistas, sulfurados con razón contra las jerarquías católicas que apoyaban a los militares.
Quería así el capitán salvar el patrimonio histórico-religioso de su tierra en un momento tan trágico.
Y a fe que lo consiguió. Tuvo incluso que ponerse firme, en alguna ocasión en que él mismo vigilaba una de estas iglesias, y amenazar con el fusil a los propios vecinos que querían armar bronca tomándose la justicia por su mano.
De todos era sabido ya que Anselmo Almarza estaba defendiendo la integridad de las iglesias de la zona. Nadie entre sus compañeros de armas, sin embargo, se lo reprochaba, pero su mujer tenía miedo y le advirtió:
–Te estás buscando problemas con todos innecesariamente, con tus compañeros porque son los que queman las iglesias, y con los facciosos porque te estás significando en exceso. Dios quiera que no os derroten, porque esos son todavía peores que tus amigos y no te lo han de agradecer para nada, que salves sus templos.
–Yo soy creyente y es lo menos que puedo hacer por la fe de mi familia y por la historia de esta tierra.
La guerra se enconaba, cedían los frentes y cada vez más plazas eran tomadas por las tropas franquistas, apoyadas por las potencias nazifascistas. Y cayó Almazán y los milicianos retrocedieron.
Cuando por fin cayeron todos los frentes y la guerra estaba perdida, volvió Anselmo desde su último destino en Barcelona. No quería esconderse, no tenía nada de qué avergonzarse. Volvió a su casa discretamente, su mujer estaba asustada por su suerte. 
–Todos te conocen aquí –advertía ella.
–También conocen quién soy y lo que he hecho.
Al día siguiente de llegar a su casa, un sargento bigotudo y mal encarado, con muy malas pulgas, se presentó a la puerta, preguntando por el capitán republicano.
–¿Es usted Anselmo Almarza?
–Sí, yo soy, ¿quién me busca?
–Queda detenido por rebelde, ¡viva España!
–Yo defendí un gobierno legítimo –no pudo contestar otra cosa.
No hubo piedad con él, fue fusilado.

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