Al
amanecer de hoy, con el sol recién asomando, se cumplen 37 años del
fusilamiento de cinco muchachos por el gobierno fascista de este
país, Txiki,
Otaegui, García Sanz, Baena Alonso y Sánchez Bravo.
Ellos fueron los últimos fusilados, que no los últimos asesinados.
Reivindicamos su memoria y maldecimos a sus asesinos.
EN
FERROL, DE INTERCAMBIO –3
HeavyMetal
Empezamos
la rutina otra vez, no pasa nada, estoy en Leganés.
Tenemos
que tirar el centro de Leganés y hacer uno nuevo.
Vaya
unos 25 días, este verano. Para mí han sido muy especiales.
En
el año 92, cuando ingresé allí, Ferrol era una ciudad de muertos.
En
Catabois solo existía el CAMF y el hospital Arquitecto Marcide.
Y
en Ferrol, el Arsenal y la estatua de Franco, y poco más.
Los
astilleros ya se habían ido a tomar po'l culo.
Estuve
un día en Ferrol
Vello,
toda la parte de Los
Irmandiños
y Plaza
Vella,
por Cantón
de Molins.
Allí
me encontré a un buen hombre que me acompañó y pasamos la tarde
juntos.
Me
comentó:
–Haces
bien en vivir en Madrid, porque esta es una ciudad muerta desde que
borraron al Caudillo Paco de su nombre.
Era
un nostálgico. Me paseó por el Arsenal y me hablaba en galego.
Me
lo contó todo de la historia de la ciudad. Le interesaba la cosa
militar sobre todo, que a mí no me va.
Era
sábado y el buen hombre, un poco facha, me paseó por el Museo
Naval, dentro del Arsenal.
Salas
petadas de maquetas de barcos de grandes dimensiones, banderas,
armamento, cartografía, velas y utensilios de marinos, cosas.
Mola
más el Dique de la Campana, el más grande en su momento, que
también me lo explicó.
Se
lució el ingeniero Comerma, no sé qué hizo en este dique con la
fuerza de las mareas que todavía funciona, y lo van a declarar
Patrimonio de la Humanidad.
He
traído muchísimas historias de la ciudad.
En
el año 92 tenía a los maderos hasta los huevos.
Un
día fui con Olegario a la discoteca. Hasta ahí, perfecto.
Luego,
para subir a la residencia, todo Catabois es cuesta arriba. Mi amigo
Olegario subió poco a poco. Yo me quedé atrás y paré una lechera
de la madera y me subieron ellos.
Otra
noche, iba solo a Onda, otra discoteca. En esto que se para la Cruz
Roja por Carretera de Castilla y me devuelven al centro por la cara.
Al
llegar, estaba Juan en Recepción, y les dice:
–¡Piraos!
Que Gabriel iba a la discoteca, que le habéis jodido la noche.
Y
los pringaos me bajaron hasta la misma puerta de Onda. Luego volví
en un taxi.
Ahora,
esta salida del centro por Catabois, la carretera, es una calle más
presentable.
Se
conoce que Fraga, antes de morir, se pasó por aquí e hizo un favor
a los cojos. ¡Como él tampoco andaba ya muy allá!
Hace
dos días, este mismo verano, cuando subía a las doce y media, una
piva paró el coche:
–Vamos,
moreno, que te subo hasta donde quieras.
Así
son estas gallegas.
El
segurata, que me estaba esperando, me comenta envidioso:
–Qué
bien te lo montas, Heavy.
CAPRICHOS
POR SUEÑOS
Conchi
Yo
de pequeña era una niña muy caprichosa, siempre se me antojaban
cosas que no me podían dar. Cuando iba con mi madre, que llevaba a
mi hermano en brazos por los tenderetes de la Puerta de Toledo, se me
antojaba todo lo que veía. Por ejemplo, unos botijos de barro, unos
molinillos de colores, unos cigarritos de chocolate o palotes de
caramelo, anises y cosas por el estilo.
Cuando
mi madre no me concedía los caprichos que me venían a la cabeza, yo
me cogía una rabieta impresionante. Porque yo no comprendía que en
aquellos momentos no tuviera dinero, que era lo que me decía, o no
pudiera dejar a mi hermano de la mano porque se podía escapar y
perderse entre los puestos. Y tiraba de los pelos a mi madre, o de la
ropa o de donde podía. El caso era que me comprará algo.
Mi
hermano, 18 meses mayor que yo, era más noble y tranquilo y se
conformaba con todo.
Yo
tendría dos o tres años, aunque no estoy segura, y era un trasto de
mucho cuidado. Pero tenía buenos sentimientos, o eso pensaba yo,
aunque fuera muy locatis y caprichosa.
Mi
hermano Jesús, que ahora tendría 46 años de no haber muerto, se
montaba detrás de mi cochecito, de pie o como podía, en un soporte
de madera.
Mi
madre nos llevaba a todas partes, porque mi padre estaba trabajando
todo el día en la cafetería Cros como camarero, sirviendo además
de en la barra, en bodas y comuniones, salón de baile, etc.
A
la hora de comer, yo también era muy caprichosa. Cuando no me
gustaba la comida lo tiraba todo al suelo a manotazos, y mi madre se
enfadaba mucho y me pegaba en las manos para que no lo volviera a
hacer. En definitiva, era la revolera de la casa.
Cuando
hacía algo malo, le echaba la culpa a mi hermano, que se llevaba
todos los golpes que tenían que ser para mí. Yo abusaba de las
circunstancias de ir en silla de ruedas manual y mi madre no me
zurraba porque me tenía lástima. Eso sí, cuando tiraba los platos
con comida y todo por los suelos no me libraba de algún cachete que
otro.
Un
día que yo tiré un plato de lentejas al suelo mi hermano me pegó
en las manos. Y mi madre le pegó a él, diciéndole que por qué le
pegas a tu hermana, que para eso estaba ella, que era la madre. El
caso era cascarle a mi hermano.
Cuando
ya tenía 19 años, quería unas botas Kelme que anunciaban por la
tele, pero mi madre no me las quiso comprar porque tenían mucho
tacón. Yo entonces estaba muy delgadita y con un buen tipo. A los 25
años, por ejemplo, pesaba solo 33 kilos y me gustaba ponerme las
ropas muy ajustadas –aunque siempre me moví, antes y después de
esa edad, en silla de ruedas– porque me gustaba llamar la atención
de los chicos. El caso es que no me compró las botas y esa todavía
se la tengo guardada.
Y
ya como capricho, capricho, pero capricho bien gordo, algo que está
a mi alcance, es que me encantaría tener una moto para ir a todas
partes y a toda pastilla, y con todo el equipo reglamentario de
trajes, cascos y demás... Este es uno de los sueños más deseados
de mi vida.
KENDU
Estrella
Mario
era un chico de 13 años, había nacido en un pueblo de montaña,
lleno de praderas verdes y de árboles de cuyas ramas caían gotas de
rocío al amanecer.
Mario
se levantaba temprano todas las mañanas deseoso de ir a explorar los
enigmas de la naturaleza, se quedaba encandilado cuando oía los
ruidos del bosque en los que se mezclaba el sonido de las hojas
cuando las zarandeaba el aire, el murmullo de las fuentes, el trino
de los pájaros…
Siempre
salía al bosque acompañado de su perro Kendu.
Hace
cuatro años, cuando iba paseando por el bosque, como cada mañana,
oyó el quejido y los lamentos de un animal. Cuando se acercó para
ver qué era, vio a un pequeño cachorro de perro al que algún
cazador le había malherido en una pata. Y cuando este le miró a los
ojos, a Mario le invadió una profunda dulzura, y tomándolo en sus
brazos lo empezó a acariciar. El cachorro le agradecía sus mimos
dándole pequeños lametones en la cara.
A
partir de ese momento, Kendu formó parte de la vida de Mario, que
todas las mañanas le lavaba la herida con agua y sal y luego se la
vendaba.
Día
a día, con estos mimos, el animal iba recuperando sus fuerzas, cosa
que a su dueño le producía una gran satisfacción.
Cuando
el perro empezó a correr, fue cuando comenzó a llevárselo con él
al bosque otra vez. Lo sacaba por las noches para que le acompañara,
mientras Mario descubría los misterios del universo, lo cual le
producía también una gran ternura.
Entre
ellos dos se ha formado un gran lazo indestructible, mezcla de amor,
amistad y ternura.
A
Mario le gustaría entender el lenguaje de los animales, el ladrido
de los perros, el maullido de los gatos, el aullido de los lobos,
porque intuye que este lenguaje, incomprensible para los humanos,
tenía algún significado.
A
su perro Kendu ya lo entiende. Se podría decir que son dos almas
gemelas. Se complementan el uno con el otro, ya no pueden vivir
separados.
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