La crueldad


Peva
Hay muchas maneras de ser crueles. Y tan desconcertantes que ya desde niños aprendemos este arte.
Porque para ser cruel no debe de necesitarse más que miedo, según los clásicos, que de esto sabían horrores. Históricamente, las relaciones de los humanos están llenas de crueldad. Y más por la parte de los hombres que de las mujeres, que por una Medea en la historia de los mitos hay cien mil padres que se comen a sus hijos, empezando por los dioses.
Para ser cruel se necesitan grandes dosis de sadismo, ser como de otra pasta. No debe de ser algo que se aprenda, aunque con los años se puede mejorar. Es como todo, si te entrenas terminas superándote.
Las mujeres también podemos llegar a ser buenas brujas crueles, o sea, brujas de verdad, no de las que los curas quemaban en la hoguera porque no les obedecían, pobrecitas. Las mujeres tenemos razones para el miedo, o sea, para ser crueles. Y si no había otras más poderosas, las víctimas de las hogueras nos continúan aterrorizando: ¿por qué, si no, continuamos obedeciendo a estúpidos maridos o estúpidos jueces o estúpidos gobernantes?
Decía yo que el miedo desata la crueldad, pero hay ambientes extremos que la favorecen más que otros, como pueda ser la pobreza. En cambio, siempre pensamos que la educación es una vacuna contra la crueldad, lo cual es una ingenuidad, pues la historia está plagada de gentucilla tan cruel como inteligente.
Nada más hace falta que recordar la crueldad en los niños para caer en la cuenta de que la crueldad no es un misterio. Estos enanos que pululan a nuestro alrededor se defienden de las agresiones y del miedo con un arsenal de maldades de cojones. Se están entrenando en realidad.
Porque estos enanos crecen –como una lata de sardinas, la niñez también caduca, que todo lo bueno se acaba–, se hacen más concientes de quiénes son sus enemigos y las crueldades que antes hacían hasta gracia hoy ya se ven con otros ojos. Y si no se moderan, las hacen tan gordas que terminan en Carabanchel.
Claro que esto no debe de importar mucho ya, puesto que esta cárcel fue derribada, aunque no por ello se han borrado los crímenes cometidos entre sus muros. Ahora los malos van a Meco.
Yo nunca fui a Carabanchel ni de visita, pues mi padre estaba encerrado en el Penal de Burgos y yo no había nacido. Con eso ya tengo bastante, con eso y el exilio.
Pues hablando de crueldad, no están mal traídas las cárceles. Que no seré yo quien llore por los muros de Carabanchel, esa vergüenza. Pero puestos a tirar, por qué no destruir Cuelgamuros, esa cruz de la ignominia levantada, además, por unos ateos, y en régimen de campo de concentración. He ahí otro monumento a la crueldad y al miedo de los poderosos. Un monumento que, en vez de dinamitarse, se está reconstruyendo para vergüenza de la cruz y de todos los evangelistas.

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