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ORDENACIÓN



—¡Miralo! ¿No sabe el coso este que el primero de la fila soy yo y siempre voy a ser yo?
—A lo mejor, quiere buscarte pelea —me dijo Enzo.
—Decile que no me haga engranar porque le digo al gordo Pandolfi que le de un sopapo y lo siente de culo.
—¿Te acordás cuando dejó sangrando por la nariz al gringuito de tercero?
—Y…, ¡más vale!, si el gordo es como un camión —dije.
—¡Viste que se fue!¡Nos escuchó y se hizo encima!

Por ese entonces, no sabía el nombre del nuevo. Luego, se me ocurrió llamarlo Cocó-él, pues sus ojos me recordaban a una señora de un figurín de mi vieja.
Éramos pocos en sexto grado: yo, el Enzo, el Sapo, el Gordo Pandolfi, el Flaco Samudio y Cocó-él por los varones. Las pibas eran minoría: la Susy y la Celeste (que eran mis novias y si pasaba al frente, me soplaban la lección), la Nati (que no me daba bola), la insulsa de Sarita y Co-co-ella, una peso pesado de nombre Cora, que tartamudeaba al presentarse, y le gustaba cuidar el arco cuando jugábamos a la pelota en los recreos. Estábamos tan acostumbrados a su compañía que, a veces, elogiábamos las tetas de alguna y ahí, recién nos dábamos cuenta que nos escuchaba porque se apartaba diciéndonos cochinos.
Aquel año, ya estábamos todos avivados; en las vacaciones de verano, quien más quien menos, habíamos besado o pasado una mano apurada por el pecho de una vecinita. Nuestras conversaciones estaban cargadas de insinuaciones. Al nuevo no se lo oía hablar como nosotros. Parecía distinto; y comenzó la cargada. Por si acaso, siempre en barra. En clase, cuando la maestra preguntaba quién había sido, le adjudicábamos todos los líos que nos mandábamos nosotros. Ella, a veces, lo dejaba después de hora y nosotros nos hacíamos el plato, creyendo que iba sonar. Años después, supimos que era para conversar de religión.

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