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LA MUJER MANDA

Viví algún tiempo en un pequeño pueblo de la sierra de Guadarrama. Las casas eran de piedra gruesa para protegernos del calor en verano y del frío en invierno. Mi vecino se llamaba Tobías, aparentaba unos 60 años y desde que enterró a su mujer, hacía ya 15 años, en su casa desapareció la limpieza y el orden. Andrés, su único hijo, tampoco colaboraba en las tareas domésticas porque, decía, no se lo habían enseñado. La madre había sido una verdadera reina de la casa en todos los conceptos y ahora faltaba. Nadie ponía orden en la casa, no había horario alguno y, cuando avisaba el hambre, comían lo primero que pillaban. Gracias a la lavadora la ropa estaba medio decente, aunque la plancha jamás se utilizaba. La conversación entre padre e hijo era escasa y siempre la misma:
- Andrés, cásate pronto, así no podemos vivir- decía el padre.
- Ninguna mujer se fija en mí porque siempre voy desastroso- respondía el hijo.
Si la conversación se alargaba, el tono se volvía un poco violento, siempre por parte de Andrés que respondía:
- Cásate tú.
El padre, intentaba frenar sus nervios y le razonaba:
- Yo no puedo casarme porque soy viudo y a los viudos no los quiere nadie.
Cuando menos se lo esperaban una buena mujer se compadeció de ellos y le tiró los tejos al hijo. En poco tiempo decidieron casarse, pero María, que así se llamaba ella, puso como condición adecentar la casa y adecentarles a ellos. Trato hecho. Todos salieron ganando. María se convirtió en una auténtica ama de casa con todas las de la ley. La limpieza y la paz volvieron a sus vidas.
En las ocasiones en que María los ponía firmes señalando el camino de la ducha, ellos bajaban la cabeza y obedecían. Sólo en esos momentos añoraban la ventaja de su vida de “guarros”, cuando eran libres.

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