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La recogida del rocío

La silla de ruedas se desplazaba con dificultad por aquel camino de tierra. Pero a Lucía no parecía importarle demasiado: sorteaba los baches, las piedras, los charcos…Iba sonriente y presa de una determinación que hasta a ella misma le sorprendía. Se había levantado muy temprano para no despertar a nadie de su familia. Sabía que nunca la habrían dejado salir sola, de madrugada, sin nadie que la cuidara ni que le empujara la silla.

Llevaba mucho tiempo urdiendo su plan. Por eso, la noche anterior dejó su ropa ya preparada, toallitas húmedas para no tener que abrir el grifo y dos piezas de fruta en una bolsa, no fuera a darle uno de sus bajones de azúcar. Lo más difícil fue convencer a su hermano para que le montara en secreto el motor nuevo a la silla de ruedas. Tuvo que darle tres veces su paga semanal. ¡Menudo negociante estaba hecho! Se le había partido el corazón cuando apareció en su cuarto, hecho un mar de lágrimas porque pensaba que ella se quería escapar de casa. Tuvo que contarle la verdad, que era para cumplir un viejo sueño y que hay viejos sueños hacia los que una tiene que ir sola, aunque sea en silla de ruedas.

Las primeras luces del alba se desprendían del cielo. Lucía miró a su alrededor y le pareció que aquel era un buen lugar: hierba muy verde, aire limpio, el canto de los pájaros…No esperó más: sacó un frasco de cristal y, como pudo, fue pasando el borde del frasco por la hierba, las flores, las piedras… recogiendo el rocío que tapizaba el mundo. En alguna de aquellas recolectas, estuvo a punto de caerse hacia adelante, pero no se amilanó, continuó con su labor como quien conjura un hechizo. Así hasta que el frasco estuvo lleno de aquel líquido precioso que, como una pócima mágica, había conseguido que Lucía cumpliera el más querido de sus sueños.

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