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Los encantos de la pobreza


Sin embargo me había dicho que no. Tirado las rosas egipcias al suelo. Mirado con repugnancia mi bicicleta pulida con una pomada para zapatos. Me había convencido que mi presencia no alcanzaba para continuar la tentativa de acercarme a ella, conociendo mi costumbre de tocar valses con la guitarra bajo el naranjo amargo, fumar los arcaicos cigarrillos de estramonio para menguar mi asma, el hábito ferruginoso de sentarme junto a la ventana a zurcir medias, remendar pantalones con el arsenal de agujas e hilos, releer los mismos libros de poemas de amores contrariados. Además de saber sobre mis experimentos con la alquimia, aprendida de un persa de manos achicharradas por el plomo fundido.
Siempre he querido ver de cerca esos barcos bíblicos de siglo XVIII, esta es la causa por la que colecciono unos sextantes corroídos, cartografías añejas, brújulas de latón y un astrolabio oxidado. Sin embargo a ella la sulfura. He querido darle a conocer mi mundo, vicios, miedos, placeres; pero concentraba su atención más en los ladrillos crudos de mi casa colonial rindiéndose a la presión subterránea de los años, en el perfume mentolado que huele a astromelias hervidas y que uso desde niño, en mis ropas revividas a fuerza de remiendos eclesiásticos. Por ella lloré una noche hasta el cantar de los gallos.
[En la cocina]
-Que su padre tenga la gallina de los huevos de oro no la hace mejor que tú, profirió mi abuela, revolviendo un dulce de leche.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El mal de amor, el rechazo... qué pequeñitos nos hace sentir.