299

In memoriam

De niños comíamos todo lo que se nos ponía por delante, mis hermanos y yo. Raimundo comía la cal de las paredes tras desmenuzarla con las uñas, Jesús robaba la leche condensada que mi madre guardaba para el pequeño y yo tenía la costumbre de escarbar entre las macetas y saborear los terrones ásperos de tierra mojada. A todos nos traicionaba el cerco alrededor de nuestras bocas, se nos podía ver jugar de un lado a otro, corretear con el delator siempre a cuestas. Las veces que mi madre se cruzaba con nosotros se limitaba a limpiarnos con el delantal, preguntándose si el hambre de nuestros mayores no estaría encerrada en aquella casa, contagiosa como todas las miserias. No va a ser cuestión de matar al mensajero, murmuraba mientras nos restregaba con su saliva, sin regañarnos.





Un mes de febrero nos mudamos a un piso. En él la luz entraba sin ganas y la tierra de los geranios sabía a rancio. Mis hermanos se creyeron mayores y ayudaban a mi padre a colgar estanterías o montar muebles. Creo que olvidaron los sabores. Supe entonces que nuestros antepasados se habían alejado lo bastante como para dejarnos en paz, olvidándose de nuestro rastro. Poco después comencé a pelear con todos y a comerme las uñas a escondidas, pero nuestros muertos nunca regresaron a esta casa pequeña y sin hambre. Juraría que ya nadie parece creer lo suficiente en la existencia de la pobreza. Ni siquiera ellos.




Qué barbaridad, diría mi madre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Las deficiencias amplían el propio horizonte y uno se adapta naturalmente hasta encontrar su nivel de 'felicidad' en dicha situación.
Cuando ya no hay hambre, la vida anterior se olvida y aparecen otros tipos de 'hambre', el lazo con los ancestros desaparece, y uno se convierte en el centro del mundo, aislado, solo, acompañado de otros igual que uno, revolviéndose en su propio egocentrismo, buscando tomar lo mejor y dar lo menos.