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HIJOS DEL MIEDO

Éramos un grupo fuerte, unido. Y llegó él.

Les dije que habríamos de marcar con fuego la distancia que nos separaba. Yo era el líder, y sabía que me seguirían. Alguno protestó débilmente, el miedo del resto hizo lo suyo.

Lo veíamos instalarse con descaro, acercarse a nuestras tierras, beber el agua de nuestras fuentes. Las mujeres se ocultaban a su paso. Un día le habló a uno de los míos. Contemplé con desdén el gesto seco de respuesta. Estaba cargado de un pavor mudo.

El día que uno de los más ágiles cazadores de la aldea se lastimó en la carrera tras un ciervo, regresamos del bosque con cierta rabia, cierta desazón incierta. A lo lejos vislumbramos la choza, burda e insolentemente levantada cerca del arroyo. Vimos, también, el fuego a un costado, el pedazo de carne humeante; oímos pasos en el camino y nos apretujamos como en un acto reflejo. El hombre nos veía.

Debió ser suficiente con el destrozo de aquella vez. Pero levantó nuevamente la choza, como reclamando su pedazo de tierra a despecho de nuestras miradas hoscas, hostiles. Y comía a la vista de cualquier paseante, y bebía del arroyo. Era fuerte. Empecé a temer algo indefinible. Entonces apareció el otro. Solamente yo lo vi. Y me aterré: esas pálidas facciones, ese gesto de desdén en la mirada.

No pude (no pudimos) soportarlo. Esa noche les hablé. Pude ver el pánico formarse en sus bocas fruncidas; esa ansiedad y ese furor en los ojos resplandecientes a la luz de las antorchas.

Nos acercamos, ahora. Sabemos que apenas son dos los hombres en la oscuridad mal guarecida de la choza. Pero ninguno se atreve. Entonces, grito, y lanzo la primera antorcha sobre el techo. Las voces se alargan en los alaridos que nos protegen de nuestro propio miedo. El fuego, redentor y convocante, hace lo demás. Seguimos siendo libres.

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