El atraco

Fonso
El día era gris, pero me levanté cuando tocó el despertador y me preparé para ir a trabajar. Antes, tenía que sacar dinero del banco. Cuando entre en la sucursal, había dos o tres personas y pensé que tardaría poco. Llegaría bien al trabajo.
De pronto, entraron dos muchachos y nos dijeron que nos tumbáramos en el suelo sin movernos. A mí me pusieron aparte y me dijeron que si hacia algún movimiento raro me dispararían.
No soy una mujer demasiado valiente. De hecho, me asusto si veo un ratón que sale de debajo de un armario Y estos no eran dos ratoncitos, sino más bien ratas. Me empezaron a temblar las piernas y a rechinar los dientes. Sentía una humedad que en casa hubiera resuelto con ir al servicio. Pero no era la ocasión de levantar la mano, porque estas dos ratas de alcantarilla son capaces, con lo nerviosos que están, de liarse a tiros conmigo.
Me dije: Fidela, piensa en tus hijos y no hagas tonterías. Al fin y al cabo, a ti poco te podían robar porque todavía no has hecho la operación.
En esos momentos, una señora con muletas, que al parecer era corta de vista y un poco dura de oído, empezó a pulsar el timbre para que le abrieran la puerta. La fue a abrir el atracador más apocado, y tiró de su brazo, tanto, que dio con la pobre señora en el suelo.
La mujer, después de incorporare con mucho trabajo, preguntó qué estaba pasando y por qué la trataban así. El atracador la informó del suceso, y me señalo a mi para que me hiciera cargo de la señora. De lo contrario... y él hizo un gesto de pegarnos un tiro a las dos que yo interpreté correctamente.
Pero la señora, no. Ella no se percataba de la situación y empezó a protestar, que si no había derecho, que ella solo quería cobrar la pensión, que tenía ochenta años y que nadie podía tratarla así... Dado que no paraba de gritar y que se iba a enterar todo el barrio, tú misma la tapaste la boca para que se callara. Pero empecé a darle besos en la frente como si fuera mi madre, y así me aliviaba yo también un poco del pánico.
Uno de los atracadores era alto y fuerte, el pelo largo y sucio que se recogía con una gomita en lo alto de la coronilla. Vestía un vaquero y una camisa negra de manga corta. En su brazo derecho, el tatuaje de una bailarina ejecutaba la danza del vientre, y en el izquierdo, una calavera con las dos tibias. De la cara no digo nada porque la tenia tapada con un pañuelo que en su día tuvo que ser blanco. Los ojos eran verdes e inexpresivos. Este era el que estaba recogiendo el dinero repartido por los cajones. Lo echaba en una bolsa del Corte Ingles. Preguntó por la caja fuerte, pero tardaba en abrirse y no tuvo valor para esperar.
El atracador que controlaba la puerta era un individuo enclenque y bajito, con aspecto de muy poca cosa. No resistiría un mal empujón, pensaste, pero imponía mucho la pistola en su mano derecha, que temblaba tanto como él.
Cuando el más decidido terminó de limpiar los cajones, los dos se largaron. Fue cuando yo me di cuenta de que la mujer de las muletas no se movía.
Tanto había apretado mi mano contra su boca para que se callara, que había asfixiado a la pobre mujer.
Me levanté tranquilamente, pregunté por el dinero robado, me dijeron los empleados que no mucho y me largue a la calle. Menudo marrón les iba a caer a esos atracadores. No venía nada bien este otoño. Y todavía hoy no había empezado a trabajar.

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