Me moriré en París

Carmen
–¿No se puede hacer nada? –preguntó mi hermano Enrique, mi único hermano, hecho una dolorosa.
–No, mire usted, el cáncer de hígado se ha extendido muchísimo. La metástasis afecta a todos los órganos vitales, prácticamente –contestó la doctora Montes.
Tú los estabas oyendo, menos mal. Prefieres saberlo.
–Entonces, ¿qué podemos hacer? –ahora preguntaba mi cuñada.
–Nada, sedarla, y dejar que muera pacíficamente.
–¡Oh, no puede ser! –seguía llorando mi hermano– ¡La de veces que le habremos dicho que adelgazase!
Estabas muerta de miedo entre aquella maraña de tubos y respiradores, esa es la verdad. Pero lo sabías todo. Repasaste la película de tu vida, lo que tenías: tu primera fisio, Amparo, Guillermina la dictadora, Ricardo, Ángel y tantos otros; las clases de latín con Charo Yago, que estuvo en la CEMU... Algo habías hecho, amigos sobre todo, algo habías estudiado, algo habías escrito... Y todo lo tenias aquí presente. Todo terminaba aquí... Pensabas. Mientras, sólo deseabas que te libraran de todos aquellos tubos, pues tu cuerpo es demasiado original y todos te hacían especialmente daño, mucho daño.
–Enrique –pudiste decir al fin, aunque con la voz más apagada de lo que te hubiese gustado–, llama a la prima Elvira y a Ana Torralba para despedirlas. Y si se puede aprovechar aunque sólo sea un poco de mi piel para transplantes, que lo hagan. Y mira a ver si encuentras alguna palmera en Alicante para echar mis cenizas.
Eran tus últimas voluntades. A esto lo llamaba Machado irse de aquí ligero de equipaje.
–Papá –oíste decir a tu sobrina–, yo he quedado con las amigas, no puedo quedarme más.
–Pero espera un poco, mujer, que es tu tía.
Tu sobrino lloraba sin embargo, desolado. No llegaba Ana Torralba, pero tú te ibas tranquilizando al fin. Sobre todo, cuando te dio por pensar que tu hermano por fin se libraría de los líos que siempre le dio su hermana la coja, la muy coja, entonces fue cuando decidiste hacerle el último favor.

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