Sentada del 24 de julio de 2008

ME MORIRÉ EN PARÍS
Carmen
–¿No se puede hacer nada? –preguntó mi hermano Enrique, mi único hermano, hecho una dolorosa.
–No, mire usted, el cáncer de hígado se ha extendido muchísimo. La metástasis afecta a todos los órganos vitales, prácticamente –contestó la doctora Montes.
Tú los estabas oyendo, menos mal. Prefieres saberlo.
–Entonces, ¿qué podemos hacer? –ahora preguntaba mi cuñada.
–Nada, sedarla, y dejar que muera pacíficamente.
–¡Oh, no puede ser! –seguía llorando mi hermano– ¡La de veces que le habremos dicho que adelgazase!
Estabas muerta de miedo entre aquella maraña de tubos y respiradores, esa es la verdad. Pero lo sabías todo. Repasaste la película de tu vida, lo que tenías: tu primera fisio, Amparo, Guillermina la dictadora, Ricardo, Ángel y tantos otros; las clases de latín con Charo Yago, que estuvo en la CEMU... Algo habías hecho, amigos sobre todo, algo habías estudiado, algo habías escrito... Y todo lo tenias aquí presente. Todo terminaba aquí... Pensabas. Mientras, sólo deseabas que te libraran de todos aquellos tubos, pues tu cuerpo es demasiado original y todos te hacían especialmente daño, mucho daño.
–Enrique –pudiste decir al fin, aunque con la voz más apagada de lo que te hubiese gustado–, llama a la prima Elvira y a Ana Torralba para despedirlas. Y si se puede aprovechar aunque sólo sea un poco de mi piel para transplantes, que lo hagan. Y mira a ver si encuentras alguna palmera en Alicante para echar mis cenizas.
Eran tus últimas voluntades. A esto lo llamaba Machado irse de aquí ligero de equipaje.
–Papá –oíste decir a tu sobrina–, yo he quedado con las amigas, no puedo quedarme más.
–Pero espera un poco, mujer, que es tu tía.
Tu sobrino lloraba sin embargo, desolado. No llegaba Ana Torralba, pero tú te ibas tranquilizando al fin. Sobre todo, cuando te dio por pensar que tu hermano por fin se libraría de los líos que siempre le dio su hermana la coja, la muy coja, entonces fue cuando decidiste hacerle el último favor.


EL ATRACO
Fonso
El día era gris, pero me levanté cuando tocó el despertador y me preparé para ir a trabajar. Antes, tenía que sacar dinero del banco. Cuando entre en la sucursal, había dos o tres personas y pensé que tardaría poco. Llegaría bien al trabajo.
De pronto, entraron dos muchachos y nos dijeron que nos tumbáramos en el suelo sin movernos. A mí me pusieron aparte y me dijeron que si hacia algún movimiento raro me dispararían.
No soy una mujer demasiado valiente. De hecho, me asusto si veo un ratón que sale de debajo de un armario Y estos no eran dos ratoncitos, sino más bien ratas. Me empezaron a temblar las piernas y a rechinar los dientes. Sentía una humedad que en casa hubiera resuelto con ir al servicio. Pero no era la ocasión de levantar la mano, porque estas dos ratas de alcantarilla son capaces, con lo nerviosos que están, de liarse a tiros conmigo.
Me dije: Fidela, piensa en tus hijos y no hagas tonterías. Al fin y al cabo, a ti poco te podían robar porque todavía no has hecho la operación.
En esos momentos, una señora con muletas, que al parecer era corta de vista y un poco dura de oído, empezó a pulsar el timbre para que le abrieran la puerta. La fue a abrir el atracador más apocado, y tiró de su brazo, tanto, que dio con la pobre señora en el suelo.
La mujer, después de incorporare con mucho trabajo, preguntó qué estaba pasando y por qué la trataban así. El atracador la informó del suceso, y me señalo a mi para que me hiciera cargo de la señora. De lo contrario... y él hizo un gesto de pegarnos un tiro a las dos que yo interpreté correctamente.
Pero la señora, no. Ella no se percataba de la situación y empezó a protestar, que si no había derecho, que ella solo quería cobrar la pensión, que tenía ochenta años y que nadie podía tratarla así... Dado que no paraba de gritar y que se iba a enterar todo el barrio, tú misma la tapaste la boca para que se callara. Pero empecé a darle besos en la frente como si fuera mi madre, y así me aliviaba yo también un poco del pánico.
Uno de los atracadores era alto y fuerte, el pelo largo y sucio que se recogía con una gomita en lo alto de la coronilla. Vestía un vaquero y una camisa negra de manga corta. En su brazo derecho, el tatuaje de una bailarina ejecutaba la danza del vientre, y en el izquierdo, una calavera con las dos tibias. De la cara no digo nada porque la tenia tapada con un pañuelo que en su día tuvo que ser blanco. Los ojos eran verdes e inexpresivos. Este era el que estaba recogiendo el dinero repartido por los cajones. Lo echaba en una bolsa del Corte Ingles. Preguntó por la caja fuerte, pero tardaba en abrirse y no tuvo valor para esperar.
El atracador que controlaba la puerta era un individuo enclenque y bajito, con aspecto de muy poca cosa. No resistiría un mal empujón, pensaste, pero imponía mucho la pistola en su mano derecha, que temblaba tanto como él.
Cuando el más decidido terminó de limpiar los cajones, los dos se largaron. Fue cuando yo me di cuenta de que la mujer de las muletas no se movía.
Tanto había apretado mi mano contra su boca para que se callara, que había asfixiado a la pobre mujer.
Me levanté tranquilamente, pregunté por el dinero robado, me dijeron los empleados que no mucho y me largue a la calle. Menudo marrón les iba a caer a esos atracadores. No venía nada bien este otoño. Y todavía hoy no había empezado a trabajar.

PASTELITOS
Conchi
Con 3 ventanas a la calle, así era mi piso. Mi cine eran las ventanas y ante ellas me pasaba la mayoría del tiempo. Mi madre estaba comprando o cocinando, y yo mirando por la ventana. Sólo veía chicos, a todos los que pasaban por allí, y con unas motos impresionantes. Me pasaba casi todo el día observando, los chicos iban muy bien vestidos, con corbata y camisa y pantalones vaqueros. Sobre todo me fijaba en los culos, los tenían muy bien puestos. Los mejores, los chicos jovencitos de 15 años. Yo nunca he podido andar, pero mi ilusión era estar con ellos. Me gustaban todos en general, pero los que vestían traje con corbata, más. Si encima eran morenos con los ojos verdes, me volvía loca. Desde mi ventana me enamoraba de todos, pero no podía pillarlos porque no puedo andar. En realidad nunca me he atrevido a decirle a ninguno que me gusta porque pienso que me van a rechazar. Por aquel entonces no tenía silla eléctrica y vivía en un tercero, que es un cuarto porque hay una tienda en la planta baja. Teníamos ascensor, pero muy pequeño. No podía salir sola. Si salía de casa, era con mis padres o con mi hermano. Y según como estaba el tío con el que me cruzaba, le daba los buenos días o no. Si era viejo no se los daba, si era gordo no se los daba, si era feo no se los daba. En fin, sólo saludaba a mis pastelitos de crema. Ahora vivo en la planta baja del CAMF y no miro por la ventana porque no hay nada que ver, como no sea al jardinero, que tiene novia. Desde que vivo aquí sólo me salen ligues viejos que mando a Parla, “Vete a Parla a mamarla”. Por suerte, ahora sí tengo silla eléctrica y a veces me escapo y me despisto por ParqueSur por si encuentro algún segurata que valga la pena.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Y moriré en París, con mar, hubiera sido el mejor título para esa chica tan fiel al agua.