El avaro

Carmen
Sé de un señor mayor que una vez le tocó un premio fuerte de lotería, más allá de los 8 millones de euros. Invirtió su nueva fortuna en Bolsa y cogió la costumbre de visitar cada día los bancos para ver de mejorar posiciones, según la marcha de las cotizaciones. Controlaba sus inversiones con una aplicación enorme y en poco tiempo dobló lo conseguido con el premio. Pero quería más. Era capaz, viejo como estaba, hasta de agacharse a mirar en las basuras por si encontraba algo útil para su miserable casa. El dinero se tiene para tener más, pensaba, no para disfrutar de él como un manirroto. Nunca prestó dinero ni a sus hijos, que desconocían su suerte. Compraba siempre de lo más barato, lo mismo ropa que comida. Nadie podía decir que aquel anciano era rico, salvo su banquero, y un africano al que pagaba una miseria por hacerle compañía las veinticuatro horas del día. ¿Por qué no contratas una mujer, que son más apañadas?, le sugería la nuera. ¡Mujeres! Lo que yo necesito es compañía. No podía confesar que tenía miedo, incluso de sus hijos. Era un miedo cada vez mayor a todo, a los ladrones, a los hijos, a los vecinos, a todo. Aquel africano fornido y analfabeta –eso creía el viejo, pues hablaba poco y nunca lo hacía en castellano delante de él– le defendía. Lo acompañaba incluso en sus excursiones con el IMSERSO, muy a su pesar, pues tenía que pagarle su parte. Pero el miedo era superior a su avaricia. Eso sí, lo hacía pasar hambre. pobre asistente y guardaespaldas y caballero de compañía y mayordomo y cocinero y recadero y felpudo, todo menos amo de llaves, había desistido de pedir aumento de sueldo. Pronto se convenció de que, con aquel viejo rácano que rebuscaba en las basuras, el esfuerzo era inútil. Sin embargo, pronto la fortuna del viejo estuvo a su alcance. Le instaló en la casa, como que no quiere la cosa, un ordenador encontrado en la basura. Y como quien no quiere la cosa, el viejo aprendía a manejar sus inversiones por internet. Aquel chico era analfabeta y apenas decía nada, pero a su lado el cacharro funcionaba. Era un ordenador bien raro, le gustaba el negro, eso debía de ser. Y el viejo se manejaba cada vez con más avaricia, ahora sí que tenía a su alcance todas las cotizaciones. Lo que no se explica todavía el viejo es cómo, de pronto, de ir bien, todo pasó a ir mal. No sospechó de su criado hasta el día que, arruinado el amo y con más miedo que nunca, el africano desapareció. Se acercó al banco y le informaron del desastre de sus inversiones durante los tres últimos días. Todas en Gambia, en una Empresa Nacional de Maderas que ni siquiera existía. Esto huele a estafa, le sugirió el banquero. Y le preguntó al viejo por su sempiterno acompañante. Precisamente, contestó el viejo. Pero no dijo más. Hay casos cuya conclusión cae por su peso.

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