Isabel
El niño Miguel salió al parque por primera vez cuando tenía dos años. Lo habían sacado otras veces en el cochecito, pero no lo recuerda. Siempre salía al atardecer, cuando su mamá volvía del trabajo. Recuerda bien esa primera vez porque vio, hacia el sudoeste, brillar una estrella solitaria en medio del cielo inmenso y ligeramente oscuro del ocaso. La escogió como su estrella y ha sido su estrella para siempre. Al principio de su descubrimiento, el niño Miguel creía que esa estrella era la única, pues su madre lo devolvía a casa antes de que apareciesen otras. Sólo dibujaba en los cielos que pintaba en la guardería su estrella y los aviones. Cuando descubrió la luna, una luna grande pegada al horizonte que lo asustó mucho, dibujaba su estrella, la luna grande y los aviones. Los cielos de Miguel tenían personalidad, decía la profe. Una vez su mamá, muy temprano y antes de ir a trabajar, sacó a Miguel con el perro al parque. Era primavera y estaba amaneciendo y el niño Miguel descubrió que su estrella se había movido en el cielo, pero ahí seguía, única, brillante, triste. Dios había hecho todo el cielo para que su estrella se moviese como una cometa en manos de la noche. Cuando el niño Miguel descubrió la multitud de las estrellas en la inmensidad del cielo, descubrió también que su estrella brillaba más que ninguna. Su estrella era la más grande estrella y el niño Miguel se sentía cada vez más mayor, más orgulloso y más seguro. Cuando, andando el tiempo, Miguel descubrió al fin que la estrella que había iluminado su infancia y sus sueños no brillaba con luz propia, sino prestada por el sol, ese día no se desilusionó. Al contrario, que la luz de Venus sea el reflejo de otro fuego tiene que significar algo en tu vida, pensó Miguel, y desde aquel día no ha dejado de buscar respuesta al enigma. Creyó descubrir la profunda lección de su estrella brillante cuando, por fin, una mañana se despertó enamorado de su chica y comenzó a verse más guapo y más alegre y más luminoso cuando se miraba en el espejo.
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